No a la simplicidad de pensar la transformación universitaria como una disputa politiquera de unos chavistas contra unos escuálidos. Esa es justamente la lógica que está agazapada detrás de los balances cuantitativos: hemos hechos más de esto, más de aquello. Como si una revolución fuera el “mejoramiento” de lo que hace mal la contrarrevolución. En estas disputas electoreras el fondo queda intacto. Cuando alguien dice: “queremos que todos voten para elegir a las autoridades”, por ejemplo, lo que está por detrás es la candidez de pensar la universidad con autoridades, como una fatalidad. ¿Qué es eso de “autoridades”? ¿Quién dijo que la universidad debe tener “autoridades” a juro?. Pero es peor que eso: en tal razonamiento lo que está prefijado es la figura del “rector”, del “vicerrector” y tonterías parecidas. Este esquema empobrecido se repite en todos los ámbitos. La gente no ha pensado a fondo la crisis del modelo de universidad que ha colapsado no puede, así nomás, visualizar otros caminos. Es por eso que vemos con tanta ingenuidad a la gente que parece muy radical agotada en las simplezas presupuestarias o en los “logros” de esta o aquella autoridad.
No a la perversión de una educación para pobres. Es cierto que puede colarse una importante distorsión elitista en la discusión del tema de la calidad. Pero llegado a un cierto punto no queda otra que afrontar la realidad que está en todas partes: cualquiera sea el criterio de calidad con que nos manejemos, tenemos universidades de primera, de segunda y de tercera, es decir, hay un gran diferencial en la calidad de procesos que termina marcando la distinción. Ese no es un dato menor a la hora de valorar que tipo de formación estamos procurando para el conjunto de la sociedad. Es obvio que la precisión por el acceso –que es una reivindicación fundamental- ejerce un importante impacto en las condiciones de gestión de la formación universitaria. Si esto se deja por su cuenta, terminara en los hechos deteriorando los niveles de calidad de todos los procesos allí involucrados. Al final, se reproduce una lógica perversa en la que los derechos de los excluidos de siempre no pasan de la caricatura del “acceso”: a trasporte para pobres, a medicina para pobres, a alimentos para pobres, a trabajos para pobres.
No al estatismo que se esconde detrás de ciertos enunciados de políticas públicas donde el funcionariado controla todo. En el campo especifico de la formación universitaria es vital expandir la esfera de la autogestión responsable, es decir, plena asunción de todos los asuntos concernidos en la gestión académica. Ello incluye una idea de la autonomía que no tiene que estar condicionada (“autonomía sí, pero….”) a ninguna consideración gubernamental (del gobierno que sea). Todo estatismo es sospechoso. Todo afán de control burocrático debe ser rebatido. Toda tentativa de alinear el mundo académico a presuntos “planes de la nación” termina siendo una coartada para funcionalizar el pensamiento. La universidad no es una fábrica de cabillas sino un ambiente intelectual de complejísimas relaciones humanas: heterogenias, conflictivas, incluso antagónicas. Allí no se enlatan sardinas sino que se construyen sensibilidades, maneras diferentes de relacionarse, modos de pensar alternativos, olfato crítico para tomar distancia. Querer comandar estos procesos desde los aparatos del estado es lamentable. Empeñarse en “controlar” lo que allí acontece es demasiado ruin. Inquietarse porque la gente se rebela es una miseria del espíritu.
La transformación de la universidad incluida la formulación de una apropiada ley de educación universitaria, pasa hoy por recuperar con seriedad el papel de la política y, sobremanera, por rebelarse frente a creencias ingenuas, dogmas y desvaríos.
Rigoberto Lanz
Rigoberto Lanz
No hay comentarios:
Publicar un comentario