Discurso de orden pronunciado por el Doctor Jorge
Olavarría ante el Congreso Nacional, el
5 de julio de 1999 con motivo de la conmemoración de los 188 años de la
Declaración de Independencia.
“Señor Presidente Constitucional de la República. Señores
Presidente y Vicepresidente del Congreso Nacional. Señores Representantes de
los Poderes constitucionales de la República. Excelentísimo señor Nuncio de su
Santidad, Decano del cuerpo diplomático y Excelentísimos señores Embajadores y
Honorables Encargados de las misiones diplomáticas aquí presentes. Señoras y
señores.
Esta solemne celebración, la última del siglo, coincide con
una hora menguada de la patria. Es una hora triste, tensa y bochornosa. Preñada
de peligros y de amenazas para los que queremos vivir en libertad y democracia,
bajo el imperio de la ley.
No es hora de historias pasadas. La historia se está
haciendo aquí y ahora. Es la circunstancia la que nos exige seguir el ejemplo
de los próceres que firmaron la declaración de la independencia. De los que
fundaron las bases y sentaron los principios de un Estado Constitucional en el
cual la ley respetase la virtud y el honor, como lo cantaba una cancioncilla
que andaba por las calles de la Caracas de aquellos días. Es la hora de hacer
verdad el himno que hoy cantamos. Es la hora de hacer como ellos. No de hablar
de ellos. Porque si no, seguiremos cantando que el vil egoísmo, otra vez
triunfó.
Con el recuerdo de las heroicidades de los libertadores no
vamos a exculpar las cobardías de hoy. Así no aprenderemos las lecciones que,
con el sacrificio de sus vidas, nos dieron quienes firmaron el Acta que acaba
de ser leída. Con esa retórica, apenas lograríamos anestesiarnos el dolor de
las verdades que hoy nos abochornan y que nos han traído donde estamos. Por ese
camino no nos vamos a encontrar jamás con nosotros mismos.
Los hechos de hoy plantean ante la conciencia moral de los
venezolanos de hoy la obligación de hacer algo por lo que hoy amenaza la
esperanza de cambiar lo que hay que cambiar, pueden hacer y van a hacer
retroceder a Venezuela a un ayer, cuyos atavismos de violencia están latentes,
y sólo falta alguien que los despierte. Y alguien los está despertando.
Mañana nadie podrá declararse eximido de responsabilidad, si
hoy cada quien no asume la responsabilidad que le corresponde. Sin egoísmos.
Sin cobardías.
Para las revoluciones que están revolucionando al mundo de
hoy, la retórica heroica de las revoluciones de ayer, de poco vale. Esa
retórica heroica no nos hace más ricos, ni más sabios, ni mejores ciudadanos.
No nos consuela de lo que somos, con el recuerdo de lo que fuimos. Lo que ellos
hicieron ayer, no nos exime de lo que nosotros, aquí y ahora, debemos hacer
hoy.
La valentía que vale en el mundo del siglo XXI, no es la valentía
del asaltante temerario. Es la valentía del saber, la valentía del trabajo, la
valentía del dominio de una tecnología que ha cambiado al mundo en los últimos
años, más que todos los cambios del milenio que concluye y que va a cambiar la
dinámica política de las sociedades humanas a extremos que la imaginación no
alcanza a imaginar.
Esa debe ser la valentía de los venezolanos que tienen que
ser valientes en el siglo XXI.
Para ellos, los venezolanos que hoy y ahora tenemos alguna
responsabilidad, debemos tener, hoy y ahora, el valor y la decisión que se
necesitan para enfrentarse a la orgía de insensatez demencial que nos empuja
hacia atrás. Que nos lleva a desandar caminos andados. Que nos induce a repetir
errores cometidos.
Si los venezolanos nos dejamos alucinar por un demagogo
dotado del talento de despertar odios y atizar atavismos de violencias, con un
discurso embriagador de denuncia de corruptelas presentes y heroicidades
pasadas, el año entrante Venezuela no entrará en el siglo XXI. Se quedará
rezagada en lo peor del siglo XX. O retornará a lo peor del siglo XIX.
El desprecio que el señor Presidente manifiesta por una
Constitución que le otorga legitimidad a su mandato, pero que él sentenció a
prematura muerte, no nos aclara los términos de la Constitución de sus
verdaderas intenciones con la cual propone reemplazarla.
Por lo pronto, está claro que nadie puede ignorar las
repetidas amenazas que el señor Presidente ha proferido en contra del Congreso;
de la Corte Suprema de Justicia y sus Magistrados; del Fiscal y del Contralor
de la República, del Consejo Nacional Electoral y de las Fuerzas Armadas. Ni un
sólo Poder Constitucional ha sido eximido de sus amenazas. Ni uno solo.
Y no es que la imagen que el país tiene de estos poderes sea
inmerecida. No. Si hemos llegado a una situación en la cual estas amenazas se
profieren sin que el país se ponga de pie para protestarlo, es por algo.
Pero estas no son las amenazas de un reformador de lo que se
niega tercamente a ser reformado. Son los anuncios de un destructor.
El señor Presidente amenazó a la Corte Suprema de Justicia
con lanzar a sus seguidores a la calle a manifestar en su contra, si decidía un
recurso interpuesto en forma que él consideraba contraria al pueblo. Y no pasó
nada.
Un pueblo en cuyo nombre dice hablar y del cual alega haber
recibido un mandato de poder absoluto y dictatorial. Así lo consignó por
escrito, en una memorable carta enviada a los magistrados de la Corte Suprema
de Justicia. Reclamó para si la exclusividad en la conducción del Estado. El
Señor Presidente cree, sinceramente, que el Estado es él. Que él es el único
representante del pueblo.
Cuando la Corte Suprema de Justicia decidió en una forma
contraria a la que él esperaba, el Presidente acusó a sus magistrados de estar
coludidos contra él y, en repetidas ocasiones posteriores, de corrupción. Y no
pasó nada.
El señor Presidente ha instado repetidamente al desacato por
la Constituyente a ser elegida, de los términos del mandato aprobado por los
electores en el referéndum, cuyas bases clara y explícitamente le negaron a la
Asamblea Constituyente a ser elegida, el carácter «originario».
La Corte Suprema de Justicia ha negado el pretendido
carácter originario de la Asamblea. Sin embargo, el señor Presidente ha
afirmado y reafirmado repetidamente, que la Asamblea Constituyente va a
disolver los poderes, va destituir a los Diputados y Senadores y a los
gobernadores de los Estados, tan legítimamente elegidos como él, va a destituir
a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y a todos los jueces y va a
nombrar sus sustitutos porque alega que su origen está viciado, y que esa
Asamblea va a derogar, modificar y hacer Leyes, todo ello antes de aprobar la
Constitución y antes de que esta sea aprobada por el pueblo en un referéndum.
Nunca antes, salvo los días de Boves y Morales, se había
hecho una predica tan clara y abierta en favor del caos y la anarquía. Nunca.
Los más radicales revolucionarios han predicado un orden nuevo. Pero orden.
Nadie ha predicado el desorden, la incertidumbre y la arbitrariedad como
ideales para construir una república.
El Presidente pretende equiparar la elección de la
Constituyente con un hecho revolucionario, creador de un gobierno de facto.
Estamos, pues, ante la necesidad de desvelar un enorme engaño, que nos está
invitando a elegir no a unos representantes encargados de hacer una nueva
Constitución, sino a unos Dictadores.
Unos Dictadores tumultuarios que amenazan abrir juicios
populares a todo el que ellos califiquen de corruptos. Juicios en los cuales
los principios cardinales del Derecho que le han costado dos milenios a la
humanidad consagrar como derechos intangibles, sean reemplazados por el trágico
eufemismo de la justicia popular que nunca ha sido justicia y siempre ha
terminado masacrando al pueblo. Una asamblea dictatorial obediente a su
voluntad que tendrá, según dicen, el poder de disponer de nuestras vidas y
bienes a su arbitrio, pues no estarían limitados por más ley que su voluntad.
Además el Presidente ha instado al Consejo Nacional Electoral
a la violación de las bases comiciales para la elección de la Asamblea
Constituyente. Unas bases que él mismo propuso y que aprobadas por el
electorado en el referéndum, fueron vertidas por la autoridad electoral en un
reglamento que ahora, el señor Presidente se niega a respetar, alegando que
puesto que no hay ley que regule la elección de una Constituyente, él puede
hacer y decir lo que le venga en gana para promover a sus candidatos, así se lo
prohiba la ley y las bases comiciales que él mismo propuso y que se aprobaron
en el referéndum.
En esta línea de palabras y acciones, el señor Presidente
apoya abiertamente a los candidatos de su parcialidad y para ello hace uso
público y notorio de recursos del Estado. Cuando el Consejo Nacional Electoral
le amonesta, el Presidente hace burla del arbitro electoral, de la amonestación
recibida, anuncia que seguirá haciendo lo mismo y lo sigue haciendo. Cuando el
Contralor anuncia su decisión de investigar el hecho, el Presidente lo ofende y
lo descalifica.
El hecho es dramáticamente claro, señoras y señores. El
señor Presidente de la República ha violado su deber de respetar y de hacer
respetar la Constitución y las Leyes de la República. Nadie puede negarlo.
No digo que el Presidente ha violado su juramento, porque lo
dio en forma harto irregular, al extremo que puede decirse que no juró como se
lo manda la Ley. En ese momento calificó de «moribunda» a la Ley Constitucional
y no se si dijo que juraba respetarla o terminarla de matar.
Pero si la respuesta del señor Presidente a la pregunta
ritual que le fuera formulada fue equívoca, la autoridad que le tomó el
juramento, lo entendió por dado cuando le dijo:
Si así lo hiciéreis, que Dios y la patria os premien. Si no,
que os lo demanden.
No lo ha hecho. No ha respetado ni ha hecho respetar la
Constitución y las Leyes. Por el contrario, ha instigado abiertamente a su
desobediencia a las obedientes y no deliberantes Fuerzas Armadas. Y como Dios
anda muy ocupado en cosas más importantes, y la patria somos todos y no es
nadie, alguien se lo debe demandar.
Hace tres días, en su condición de Comandante en Jefe de las
Fuerzas Armadas Nacionales, el Presidente violó su juramento constitucional de
respetar y sostener la Constitución y las Leyes, cuando promovió a treinta y
tres oficiales de las Fuerzas Armadas cuyo ascenso había sido expresamente
negado por el Senado de la República, en legítimo ejercicio de su atribución
establecida en el Ordinal Quinto del Artículo 150 de la Constitución.
Además de esto, que es obvio, y debe producir acciones
inmediatas por parte de quienes están obligados a tomarlas, lo que el
Presidente Hugo Chávez está haciendo con las Fuerzas Armadas, legal, paralegal,
metalegal o ilegal, va a llevar a la destrucción de una de las instituciones de
mayor prestigio en la sociedad venezolana. Una institución cuyo nivel de
profesionalismo, había costado muchos esfuerzos de muchos años lograr.
La atribución del Senado, ejercida en sintonía con lo que
las instancias de evaluación interna de las Fuerzas Armadas habían decidido en
relación a los oficiales cuyo ascenso negó, no la inventaron los que el
Presidente Chávez llama las «cúpulas corruptas» de los partidos. El primero que
lo propuso y lo introdujo en el proyecto de Constitución que presentó al
Congreso de Angostura de 1819 fue Simón Bolívar.
Desde el mismo inicio de su carrera militar, la preocupación
de Bolívar por la disciplina del Ejercito y su acatamiento a la autoridad civil
y constitucional fue constante.
En 1813, después de la exitosa campaña guerrillera del
Magdalena, y de haber tomado Cúcuta, Bolívar se vio impedido de pasar a
Venezuela por la actitud del Coronel Castillo, a quien se le había nombrado
como su segundo y quien alegaba que Bolívar no podía legalmente llevar las
tropas granadinas más allá de la frontera.
Bolívar acató esto y se dirigió al Congreso de la Unión en
solicitud del permiso correspondiente. Pero como se hizo evidente que la
actitud de Castillo era obstruccionista y no legalista, Bolívar le escribe al
Presidente de la Unión, y más que un raciocinio táctico, estratégico o político
de la campaña que pensaba iniciar en Venezuela, le formula una declaración de
principio y el 26 de Abril de 1813 le escribe:
«No hay estado beligerante sin tropas, y no hay tropas sin
disciplina.»
Este primer incidente en su carrera revela la constante de
una firme convicción en la disciplina del Ejército como condición de su misma
existencia. Y de su sumisión al poder civil como requisito de su carácter
republicano y constitucional. La disciplina del poder militar, y su razón de
ser como brazo armado de una república constitucional por la cual se luchaba,
fueron los dos pilares del pensamiento de Bolívar y la constante de su vida.
Tras la conquista de Angostura y la instalación del Congreso
en 1819, Bolívar presentó un proyecto de Constitución en el cual, por primera
vez en la historia constitucional de Venezuela, se le atribuyó al Senado la
facultad de aprobar los ascensos militares en estos términos:
«El Presidente...(3) «Nombra los empleos civiles y militares
que la Constitución no reservare. Entre los reservados se comprenden los de
Coronel inclusive arriba, cuyo nombramiento lo hará el Poder Ejecutivo con
aprobación del Senado. Si este no conviniere en el nombramiento, puede repetir
su instancia apoyándola mejor. La resolución del Senado, en este caso, es
decisiva.» La Constitución de Bolívar, estableció por primera vez en nuestra
historia constitucional, el carácter no deliberante de las Fuerzas Armadas y su
jefatura por quien quiera ejerciera las funciones de Presidente. Y apartándose
del modelo federal de la Constitución de 1811, estableció que la Fuerza Armada
eran exclusividad de la República y no la facultad soberana de las provincias
de tener sus propias fuerzas armadas.
Ya lo había dicho en 1813 y lo consignó en la Constitución
que propuso a la Constituyente de 1819: No hay Estado sin fuerza armada. No hay
fuerza armada sin disciplina. No hay disciplina sin ley. No hay ley si el jefe
de esa fuerza disciplinada y obediente, no la respeta y la hace respetar.
Si la Ley se rompe por quien tiene que respetarla y hacerla
respetar, se acaba la disciplina. Se acaba la Fuerza Armada. Se acaba el
Estado. Palabra de Bolívar. Así de clara. Así de sencilla.
La Constitución de 1830 repitió la atribución del Senado
para autorizar ascensos y el carácter no deliberante de las Fuerza Armadas.
La Constitución Federal de 1864 omitió esta atribución del
Senado y consagró la facultad de los Estados de tener sus propias Fuerzas
Armadas, al extremo que la Fuerza Armada Nacional tenía que pedir permiso para
pasar por el territorio de los Estados de la Unión. Esa fue una de las causas
que llevaron al enguerrillamiento crónico que le siguió hasta que en 1908 Gómez
tomó el poder y acabó con el federalismo y con sus caudillos.
Y esa fue la razón de la proliferación de rangos militares
otorgados por el Mariscal Falcón y por los presidentes que le siguieron, por lo
cual, para fines del siglo pasado Venezuela tenía más generales y coroneles que
soldados. Y no tenía un Ejercito. Los ejércitos de entonces eran los partidos de
entonces. Eran partidos armados. Eran fuerzas de ocupación al servicio de
Guzmán Blanco o de Crespo, pero no de la Nación y mucho menos de sus
instituciones.
Llegar a eso parecía una quimera. Regresar a eso parecía
ayer una imposibilidad. Pero ese es el camino por el cual vamos. Por lo pronto
ya tenemos más coroneles y generales de aviación, que aviones y más almirantes
y capitanes de navío, que navíos.
La creación de un Ejército profesional, permanente y
nacional se inició a comienzos de este siglo. Cuando Gómez apartó a Castro del
poder inició con energía y decisión, la integración de las viejas montoneras
del siglo pasado en un Ejército homogéneo, tecnificado y moderno. El paso
fundamental se dio cuando el 5 de julio de 1910 se inició el primer curso en la
Escuela Militar de «La Planicie».
Algunos de los responsables visibles del progreso de su
primera etapa se conocen: el General Francisco Linares Alcántara, que había
estudiado y se había graduado en West Point, el General Felix Galavís, el
coronel chileno Samuel Mc Gill. Los más visibles de las etapas posteriores,
fueron el General Eleazar López Contreras y el entonces Teniente Coronel Isaías
Medina Angarita, quien se había graduado en la Escuela militar y había sido
muchos años su profesor.
El hecho fue que a la muerte de Gómez en 1935, Venezuela
tenía la estructura fundamental de un Ejército profesional, con espíritu y
reglamentación de permanencia institucional.
Ese Ejercito disciplinado fue el que hizo posible que el
General Eleazar López Contreras realizara las transformaciones que eran
necesarias para cambiar el carácter dictatorial del régimen en el cual él se
había formado y refundara la democracia en el siglo XX.
El General López Contreras heredó una estructura de poder
militar que le hubiera permitido prolongar el régimen autocrático. No lo hizo
así. Y uno de los primeros indicios que dio de su carácter liberal y
democrático fue cuando, después de la muerte de Gómez, se quitó el uniforme y
entró a Caracas como Presidente de la República, vestido de civil.
Un detalle que merece ser recordado en estos momentos,
cuando se nos está dando indicios de lo contrario.
La importancia que dentro de toda estructura militar tienen
procedimientos institucionalizados de ascenso que alejen lo más posible la
discresionalidad en la calificación de los méritos, se pone de manifiesto
cuando vemos que una de las principales razones que alegaron los oficiales que
formaban la logia de la Unión Militar Patriótica en 1945 para conspirar para
derrocar al General
Medina, era que éste se había negado a retirar del Ejército
a los viejos generales Prato, Ardila y Matute que los oficiales de la Escuela
llamaban «chopo e’ piedra» y cuya prolongada permanencia ellos veían como
bloqueando su carrera.
La Constitución de 1947 fue la primera que consignó lo que
puede llamarse la doctrina militar del Estado Democrático. Esa doctrina,
paradójicamente, fue inspirada y colocada en esa Constitución por los oficiales
que derrocaron a Medina Angarita, por especial influencia de la mentalidad del
entonces Ministro de la Defensa, Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud,
quien en 1946, expresó públicamente su convicción que las Fuerzas Armadas
venezolanas debían ser obedientes, no deliberantes, apolíticas, institucionales
y profesionales.
Esos principios se consignaron en el capítulo III del Título
IV de esa Constitución, que estableció que las Fuerzas Armadas Nacionales eran
una institución «apolítica, esencialmente profesional, obediente y no
deliberante, organizada para garantizar la defensa nacional, mantener la
estabilidad interna y respaldar el cumplimiento de la Constitución y las
Leyes.»
Al principio de la impersonalidad de la institución armada
al servicio de la Nación y el de la exclusividad de la funciones militares
incompatibles con funciones políticas, y de ratificar el principio, de la
autoridad jerárquica suprema del Presidente de la República, se sumaron los
avances que habían sido logrados en el gobierno de Gómez, como eran la
exclusividad y el monopolio del Poder Nacional de mantener fuerzas armadas y
poseer armas de guerra.
El apoliticismo de las Fuerzas Armadas quedó sentado
claramente en el Artículo 99 de esa Constitución, y los mecanismos
institucionales y legales y no discrecionales de ascensos recibieron jerarquía
constitucional al establecerse en el Artículo 101 que los grados militares sólo
podrán obtenerse conforme a la Ley, ratificando el principio bolivariano de la
atribución del Senado de autorizar ascensos.
La doctrina militar del Estado Democrático quedó muy bien
consignada en la Constitución de 1961 en su artículo 132, que establece con
admirable elocuencia que las Fuerzas Armadas Nacionales forman una institución
apolítica, obediente y no deliberante, organizada por el Estado para asegurar
la defensa nacional, la estabilidad de las instituciones democráticas, y el
respeto a la Constitución y las leyes, estableciendo que el acatamiento de las
Fuerzas Armadas a la Ley está por encima de cualquier otra obligación,
reafirmando que están al servicio de la República, y en ningún caso, al de una
persona o parcialidad política.
Yo pienso que el carácter no deliberante de las Fuerzas
Armadas es indispensable al mantenimiento de su disciplina y esta disciplina es
indispensable para la estabilidad de cualquier orden de gobierno, democrático o
no.
Pero aunque no se piense así, el hecho es que hoy, la
Constitución y la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas vigente así lo mandan. El
mero anuncio por el Presidente Chávez de convocar una Asamblea militar para que
los militares le hablen al país, es otra violación a la Ley y a la
Constitución. Quizás la más peligrosa de todas. Hasta para
él mismo y el mantenimiento de su autoridad.
Ha llegado la hora de recordarle al Presidente que los
Poderes que él ofende y amenaza, merecen tanto respeto como el señor Presidente
tiene el derecho de esperar de ellos. Pero estos poderes, además de ser
acreedores del respeto, tienen poder y facultades positivas que el Presidente
no debe desconocer o menospreciar.
El Artículo 192 de la Constitución establece que:
«El Presidente de la República es responsable de sus actos
de conformidad con esta Constitución y las Leyes».
El artículo 121 de la Constitución, advierte que el
ejercicio del poder por el Presidente de la República «acarrea responsabilidad individual
por abuso de poder o por violación de la Ley».
El artículo 46 de la Constitución establece que si el
Presidente de la República ordena o ejecuta un acto que viole o menoscabe los
derechos garantizados por la Constitución «incurre en responsabilidad penal,
civil y administrativa, según los casos».
La responsabilidad penal del Presidente de la República no
es inmune a las consecuencias de la comisión del delito de abuso de autoridad
por actos arbitrarios, y del delito de incitación a la desobediencia de las
leyes.
La Corte Suprema de Justicia en pleno, tiene competencia
para declarar si hay o no méritos para el enjuiciamiento del Presidente de la
República.
La Ley establece que la acusación del Presidente de la
República ante la Corte Suprema de Justicia es derecho de «cualquier
ciudadano».
El Ministerio Público, también tiene esta facultad, según lo
establece el artículo 220, ordinal 5º de la Constitución.
A la acusación deben acompañarse «los documentos,
testimonios, informaciones de nudo hecho u otros medios de prueba que acrediten
los hechos sobre los cuales ha de versar el juicio».
Recibida la acusación, la Corte Suprema de Justicia debe
decidir si hay o no mérito para proseguir el enjuiciamiento dentro de las 10
audiencias siguientes de su presentación.
Si la Corte decide que hay méritos, lo debe participar
inmediatamente a la Cámara del Senado, o a la Comisión Delegada.
El Senado está facultado para autorizar por el voto de la
mayoría de sus miembros el enjuiciamiento del Presidente de la República. Hecho
esto, el Presidente «quedará suspendido en el ejercicio de sus funciones» como
lo establece la constitución viva y vigente.
El enjuiciamiento del Presidente corresponde a la Corte
Suprema de Justicia en pleno, hasta sentencia definitiva.
El Presidente ha dicho reiteradamente que no le importa que
lo enjuicien. A quienes me escuchan y les compete hacerlo, debe importarles. Si
no lo hacen, no será por falta de causales.
Mucho medité acerca de lo que en esta hora y desde esta
tribuna debía decir. Un viejo y sabio amigo me había aconsejado: «Deja hablar
al venezolano angustiado que tienes dentro»... Eso es lo que he hecho. No se si
he acertado con lo que se debe decir en este momento. Sólo se que he hablado
como mi conciencia me lo manda. Eso me basta.
¿Qué más se puede decir para sacudir a los venezolanos que
me escuchan y sacarlos de su apatía, de su conformismo, de su cobardía cívica?
¿Para alertarlos de lo que puede suceder y va a suceder si se deja pasar lo que
se está diciendo y haciendo?
Yo no soy de los que ven en los dos escasos siglos de
nuestra historia republicana, una secuencia continua de fracasos en el empeño
iniciado en la fecha que hoy conmemoramos, de construir un Estado
constitucional.
No es cierto que nuestras 26 constituciones sean la prueba
de una sucesión constante de fracasos. Yo las veo como una secuencia constante
de frustraciones. Y de la frustración siempre queda la esperanza que la
constancia la lleve al éxito.
Las frustraciones de nuestra historia están eslabonadas por
una sucesión magnífica, gloriosa de coraje y constancia en la defensa de los
principios democráticos que fueron sembrados en un día como hoy, hace 188 años.
De no haber sido por ese coraje y esa constancia, Boves habría triunfado.
En su día fueron más los que siguieron a Boves que a
Bolívar. Pero para nuestra fortuna, no todos los venezolanos de entonces se
hicieron soldados de Boves. Y no todos los venezolanos de hoy, son como los que
ayer siguieron a Boves.
He dejado hablar al venezolano angustiado que tengo dentro.
Porque no somos pocos los venezolanos que estamos angustiados por las
tempestades que van a provocar los vientos de odio, de ilegalidad y de
violencia sin razón ni sentido, que hoy se están sembrando. Es a esos
venezolanos angustiados a los cuales les he hablado.
Y es por mis hijos y mis nietos y los hijos y los nietos de
todos los que tienen hijos y nietos, por quienes he hablado. Ellos son los que
van a vivir en la Venezuela del próximo siglo. Ellos son los que van a tener
que pagar lo que hoy hagamos o dejemos hacer para detener, o dejar pasar, lo
que tanto daño amenaza.
Mañana, mis hijos y mis nietos no me podrán reclamar el no
haber dicho lo que debía decir cuando pude y debí decirlo. Lo dije. Yo cumplí.
Ahora les toca a ustedes.
Jorge Olavarría
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