Creo en la U.C.V.,
Creadora de ciencia y
de cultura, la de Vargas,
la del hombre justo
y bueno que sueña
un país decente.
Creo en su biblioteca,
bañada por las luces
multicolores del pensamiento,
en su Aula Magna,
acaso el recinto
más hermoso y democrático
de la cultura nacional
y el único lugar
donde puede oirse
el silencio reflexivo
de la multitud.
Creo en los sueños
que dormitan tras
las nubes de Calder;
en la dignidad del alma
ucevista y en los
nombres olvidados
de los que la hicieron
y la hacen grande.
Creo en el poder ético
de la docencia y la
cultura, puesto que
el hombre sabio sólo
puede buscar el bien.
Creo en las señoras
que mantienen viva
la utopia frente al
cafetin de ingeniería
y en el mural
de Aquiles y su
muñeca de trapo.
En Alfredo Moreno,
Mecenas de la lectura.
Creo en las fotocopiadoras,
en la reproducción
clandestina de libros
y en las ediciones piratas.
Creo en el Comedor Universitario
como el único mal negocio
que se justifica.
Creo en la mística del
investigador solitario,
mal remunerado
y peor valorado,
en el estudiante que
marcha con su veinte
bajo el brazo.
Creo en la protesta pacífica
como derecho irrenunciable
y en la obligación moral
que tiene la mayoria de
oponerse a una minoría
corrupta que ni la respeta
ni la representa.
Creo en las pequeñas batallas
y en la irreductible fuerza del
bien, en la pluma de Earle
Herrera y en el arte
que se esconde por los
rincones insospechados
de la U.C.V.
Creo en el Orfeon Universitario,
cuya sola existencia es
suficiente para justificar
la universidad.
Y por último, creo en la dicha
que florece a la sombra de
las horas azules del reloj,
ya que allí descubrí
el amor.
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