Había una vez una paz pequeña. Una paz débil, tan débil que
un poquito de aire le hacía estornudar, y un vientecillo cálido la hacía sudar
hasta derretirse. Estaba tan enferma que por cualquier excusa, con o sin razón,
surgían guerras. Guerras frías, guerras calientes, guerras de todas las clases.
La paz enviaba a sus palomas por todas las partes del mundo,
pero las palomas estaban tan débiles como la paz. Algunas se quedaban a medio
camino, agotadas por el esfuerzo; otras se veían atacadas por los halcones de
la guerra; las menos llegaba a su destino, pero tenían un aspecto tan
deplorable que todos se burlaban de ellas. ¡Pobre paz y pobres palomas!
Los médicos le hicieron un chequeo a la paz.
-¡Muchas bombas atómicas! – recetó un doctor.
-¡Tanques, mísiles! –Aconsejo otro- ¡Torpedos, bombas,
cohetes, granadas, armas químicas!
Y la armaron hasta los dientes. Todo ello, en lugar de
fortalecer la paz, trajo más miedo, más odios, más enemistades y, en
consecuencia, más guerras. Y es que las armas no le van a la paz ni a sus
palomas, que no han llevado otra cosa que un brote de olivo en el pico.
La paz estaba cada día más enferma, y mucha gente pensó que
se moriría. El cielo se cubrió de halcones, y las palomas no se atrevían a
salir. Más tarde llegaron otros médicos que decían:
-¡Fuera bombas, tanques, mísiles, armas químicas...!
-Lo que la paz necesita son inyecciones de generosidad –
opinó uno de los doctores.
-Vitaminas de comprensión, píldoras de justicia, pastillas
de cultura, jarabes de amistad, gotitas de sonrisa – dijo otro.
Entonces la paz fue recuperándose y, con ella, las palomas.
Ya no se cansaban de volar y, muy valientes, se enfrentaban a los halcones y
llegaban a su destino, donde eran respetadas y nadie se burlaba de ellas. Las
guerras se acabaron, y desde entonces no hubo guerras frías ni calientes ni de
ninguna clase. En el cielo tan sólo se veía volar palomas.
Gracias, precioso cuento.
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