Hans Christian Andersen escribió hace muchos años este bello, triste y emotivo cuento situado en la noche de San Silvestre. Una historia que nos recuerda que jamás debemos perder la ilusión por conseguir aquello que anhelamos.
LA CERILLERA
Hans Christian Andersen
Era la noche de San Silvestre, la última noche del año. Todo
el mundo en la ciudad se apresuraba para llegar pronto a sus casas y refugiarse
del frío y la nieve. Iban muy abrigados, y algunos llevaban regalos de Navidad.
Tras los cristales ardía la leña en las chimeneas y había agradables aromas de
los manjares preparados para la cena de aquella noche.
En medio del ir y venir, un pequeña chiquilla vendía
fósforos para ganar algo con que comprar siquiera un pedazo de pan. - Compren
fósforos, lo mejor para encender fuego. ¡Compre cerillas, señor! Pero la gente
apenas escuchaba su débil voz y desde luego, por nada del mundo sacarían las
manos de sus tibios bolsillos con el frío que hacía.
Poco a poco, la noche se fue acercando y la calle se quedó
desierta. -¡Fósforos, fósforos! ¡Cerillas para la lumbre! –Pero la pobre
cerillera pronto comprendió que no vendería nada más aquel día. Terminó pronto
de contar las escasísimas ganancias. No podía volver así a su casa: sin llevar
consigo algo de alimento para su familia.
Pensó que quizá sus padres se enfadaran con ella por no
haber sido capaz de vender más, eran tan pobres y tantas bocas que alimentar,
que la más mínima cantidad marcaba una gran diferencia. ¡Si por lo menos no
hiciera tanto frío! Tenía los deditos entumecidos, la nariz helada y le dolía
mucho la garganta. Si se atreviera a encender una cerilla, sentiría un poco de
calor...
Al fin y al cabo, en su casa haría el mismo frío que en la
calle, pues durante todo el invierno el agua de lluvia se había abierto camino
entre las rendijas del tejado, formando goteras y el viento soplaba a través de
lo cartones que formaban las paredes de su humilde casita. Se refugió en la
esquina que formaban dos casas muy elegantes y con mucho cuidado para no
destaparse, encendió un fósforo.
Y la luz del fósforo al arder le mostró una acogedora
estancia donde ardía el cálido fuego de la chimenea al lado de una mesa con
humeante comida. Las llamas se reflejaban en las paredes creando figuras
danzarinas y la pobre cerillera incluso podía sentir el calor de una manta
sobre sus rodillas. Al apagarse, la niña volvió a la oscura y fría realidad.
-Si pudiera ser todo el rato así...- Se lamentó la chiquilla
–Encender otro fósforo no marcará ninguna diferencia, y sin embargo es tan
agradable su luz... Y procedió a prender la llama que esta vez le mostró un
salón bellamente adornado, con un árbol de navidad adornado con infinidad de
pequeñas velitas centelleantes. Bajo él, los regalos esperando a ser abiertos
por niños ilusionados.
Al apagarse el segundo fósforo, la pequeña volvió a sentirse
sola, en la noche acariciada por los copos de nieve que caían sin cesar, casi a
oscuras, sentada en la calle y aterida de frío. - Encenderé otra cerilla –
decidió la niña, pues las ilusiones que le brindaba la luz conseguían
apartarla, siquiera por un momento, de la insensible realidad.
Y así lo hizo, sostuvo la madera encendida delante de sus
ojos y esta vez se vio a sí misma sentada a la agradable mesa al lado de la
chimenea, tomando una sopa caliente que reconfortó su enfermo cuerpo. Y también
era ella la que se acercó al majestuoso árbol de navidad para abrir los regalos
que en su corta vida nunca había recibido.
Tan agradable y tan nueva era la sensación para la
chiquilla, tan gratificante sentir el calor del hogar, que esta vez, cuando se
consumió la cerilla, sólo quedó junto a la esquina de las elegantes casas el
pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos, pues su alma se negó a regresar
a esa realidad que la había ignorado hasta el momento.
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