Cinco piedras hacen un ensayo. Caminar por Caracas es caminar sobre escombros, sobre pedazos de edificios, de aceras, de asfalto, de chicle y pupú de perro... Lo malo es que en esta ciudad las piedras no hablan para decir cosas bonitas o para hablar de la historia menuda; más bien hablan —y a gritos— para recordarnos lo que le pasa a las ciudades habitadas por gente que no siente como suyo el espacio que ocupa. Caracas está hecha de trozos mal conectados, de construcciones que por feas y mal planificadas no generan un entorno armónico ni amable. Por eso, y como homenaje al placer y al fastidio que genera este valle de lágrimas fundado en 1567 por Diego de Losada, las palabras que sobre Caracas a continuación leerán son así: desconectadas, inconclusas y caóticas. Después de todo, escribí estos fragmentos, que no son de edificios sino de palabras, en mi ciudad, y eso pesa demasiado a hora de hacer pastichos. Acomódense bien en su silla o arrebújense bien en su cama para que las verdades de las que a continuación tendrán noticia no les golpeen el ánimo al recordar que no son ni de lejos exageraciones fraguadas por mi imaginación.
Ciudad de humo y ruido
Caracas era la sucursal del cielo; hoy es la capital del ruido hecho humo y tumulto poderoso. En todas partes rondan como abejas desordenadas miles de autobuses y de camiones que llevan y traen gente, haciendo del espacio físico algo espeso, algo difícil de tragar. Quien ha estado en Caracas suele recordar el desastre del tráfico en las horas en que todo el mundo va o viene de sus afanes y también la manera en que se cruzan en las vías los autobuses, las motos, los peatones, los obreros rompiendo aceras, los vendedores de chucherías, los carros, la gente... Siempre la gente.
Viajar en autobús en Caracas es una experiencia única por lo especial que siempre se muestran los habitantes de esta ciudad. Para abordar una de esas unidades de transporte público, el pasajero debe prepararse para vivir cosas intensas que hablan de cuán salvajes, ingenuos, violentos y dóciles somos. En un autobús por igual entra un borracho, un asaltante armado hasta los dientes, un viejo echándose desodorante, un vendedor de estampitas de San Judas Tadeo, un pedigüeño, un evangélico, un chistoso, un sobador, una señora con diez bolsas y dos niñitos berreones, un obrero, un policía pidiendo la cédula de identidad y un largo rosario de personas cuya apariencia resume eso que somos... En un autobús pasa de todo y pasan todos con sus historias, con sus sinos, con sus vainas de siempre al son de la salsa erótica que a todo volumen prodiga el reproductor del carro acompañado del tamborileo del conductor en el volante, de las cornetas histéricas en la calle, de la gente canturreando dentro del autobús decorado con pompones de peluche y calcomanías llenas de un sexo que por metafórico no deja de ser vulgar.
Caracas es como es porque está hecha por gente que incorporó a su vida citadina las mañas de su existencia rural, abandonando de plano la idea de que vivir en una ciudad supone cumplir deberes, cumplir leyes... Todos los habitantes de este valle de lágrimas tienen al menos un antepasado que vivió en sitios abandonados de la racionalidad citadina. Todos somos hijos de un padre o de un abuelo que abandonó su lentísimo terruño para prodigarse una supuesta vida más rica en experiencias y oportunidades. Lo interesante es que ese paso se hizo con dos maletas: una cargada de ropa y otra cargada con todo el hacer y el decir de alguien venido del campo, instaurando de inmediato una manera de pensar en la que todo es contemplación del paisaje. Por eso si algo va mal, déjenlo así porque no tiene remedio; por eso si los autobuses se mueven fuera de su carril, no importa porque es natural. Aquí todo es natural. Todo; especialmente los desastres. Esa perpetuidad de las mañas rurales renace cada día, con furiosa terquedad, en los cerros repletos de gente que reproduce cada día el sino del animal que debe llenarse de artificios para sobrevivir, para no dejarse depredar por nadie. Por eso, y porque todo en Caracas crece como la maleza silvestre que sale en los bordes de las piedras, estamos cundidos de violencia, de desorden, de regueros de belleza mezclada con basura y maravillas por todas partes.
Por todo esto es fácil adivinar que mi ciudad es un sitio difícil; difícil de transitar, de entender y, en dos platos, de vivir. Aquí nada es racional. Todo es afectivo y salido del estómago. Porque sí, porque nos dio la gana, las calles tienen nombres de gente, de anécdotas prodigiosas que nos recuerdan que Caracas también tiene pasado, que también tiene personajes dignos de ocupar espacio en nuestra memoria sea por su heroicidad, por su esfuerzo o por su pintoresca estampa. Así una esquina se llama Miguelacho o Zamuro o Velázquez o Miseria o Bárcenas o Dos Pilitas o Gradillas o Monjas o Padre Sierra o como sea. Y las avenidas que se llaman Francisco de Miranda, Rómulo Gallegos, Baralt, Bolívar, Urdaneta, Sucre, Páez, Francisco Fajardo y un largo etcétera que en vez de parecer nombres de avenidas, parecen Panteón Nacional de tanto prócer que hay prestando su apellido a larguísimas calles hinchadas de carros, de peatones y buhoneros vendiendo bisuterías, logrando que esta ciudad cada día se parezca más a un mercado persa sin la cultura de los persas.
Caracas es así, densa y reverberante, por el calor natural que hace y por el tenor de las fuerzas opuestas que en ella se juntan. Caracas no es una. Hay cientos de Caracas en un sólo valle y cada una está hecha a la medida de la mentalidad de la gente. Hay una pobre, sucia, picaresca repleta de indigentes, de loquitos que cojean hasta que les toca salir corriendo con pertenencias ajenas encima; hay otra Caracas de gente que se levanta a las tres de la madrugada para llegar a su trabajo a las siete en punto de la mañana; hay otra de portugueses, de italianos y españoles que trabajan como burros siete días a la semana en panaderías, abastos, fruterías, charcuterías, zapaterías y supermercados; hay otra de gente siempre joven que bulle por todos lados prodigándose placeres de belleza artificial, amor, sexo, música, velocidad, drogas y discotecas oscuras. Hay otra Santiago de León de Caracas cosmopolita con teatros, con museos llenos de excelentes obras de arte, con restaurantes donde puedes comer lo que te plazca: sushi, fabada asturiana, chupe, crème brûlée, asado negro, goulash con repollo agrio, hamburguesas, sopa mongolesa, tortellini vongole, polenta, pollo asado, pollo al curry, pollo teriyaky, mero en salsa verde, pabellón criollo, kibbe, falaffel y todo lo que se te ocurra. En esa Caracas se come tan bien como en cualquier capital del mundo. Quizás sea porque, a pesar de todo, aquí somos dados al boato y a resolver nuestras querellas frente a un suculento plato de comida. Tal es la influencia que sobre nuestro país han tenido los miles de inmigrantes de otros países que han venido a Venezuela a trabajar y a enriquecernos el paladar con su cocina.
Para los caraqueños la utopía arquitectónica está en el pasado y no en el futuro. Antes la arquitectura venezolana cifraba sus esfuerzos en mantener la armonía entre el clima de la ciudad y el tamaño de nuestras aspiraciones. Caracas fue durante años una ciudad llena de hermosos y funcionales edificios pensados para hacerle más agradable la vida a sus habitantes. En cada esquina había una casa o un conjunto residencial con jardines y grandes ventanales que dejaban correr el aire a toda hora. Incluso nos dimos el lujo de levantar delirantes complejos urbanísticos que hoy son hitos de la arquitectura moderna mundial. Tales fueron nuestros sueños de grandeza...
Hoy Caracas es una ciudad extraña. Esas construcciones que fueron motivo de orgullo se encuentran en el abandono, en la ruina, en fotos que son recuerdos de días que las nuevas generaciones no conocen de tanto que ha cambiado la ciudad. Pocos son los edificios nuevos que le llegan siquiera por los talones a los hoteles Humboldt y Ávila, a cualquiera de las edificaciones de la Ciudad Universitaria, al derribado edificio Galipán y a la residencia Las Américas. Tanta belleza, tanto uso de materiales nobles como la madera y el granito cedieron paso a la cerámica, al concreto puro, al curtain wall, a la copia de arquitectura pensada para otros climas y, en tres palabras y un punto y aparte, al mal gusto.
Caracas es una ciudad tan loca que aquí los edificios se vuelven ruinas antes de inaugurarse. Los misterios de semejante deformidad en el orden de los acontecimientos son tan intrincados como los vicios que pueblan a la industria de la construcción.
Yo tengo para mí que todo esto es por culpa de que se nos ha reblandecido el alma y nos hemos dejado tragar por la indolencia y por un extraño sino que nos ha hecho acostumbrarnos a que sea normal vivir cada vez peor. Se nos ha hecho cotidiano el miedo a los ladrones, a los asesinos, a las miserias de espíritu. Por eso, y no por otra razón, vivimos encerrados en nuestras casas y apartamentos forrados de rejas, logrando tan sólo que lo más interesante de la ciudad suceda dentro de cada casa y no en la calle. Por este síndrome sin nombre encontramos que la ciudad está hecha de cientos, de miles de cárceles donde vive gente que cede su felicidad al miedo, al horror de que te maten por quitarte el carro, la cartera o los zapatos.
He ahí porqué en Caracas las plazas y las calles dejaron de ser sitios de intercambio público tranquilo. Al estar al aire libre, crean la sensación de inseguridad e indefensión en el pobre transeúnte que prefiere el espacio cerrado y de aire viciado que le ofrecen los innumerables centros comerciales que tiene esta ciudad con más vendedores que clientes.
La única manera de verla hermosa
Las tres de la madrugada es una hora que le sienta bien a Caracas. Hay pocas cosas tan placenteras en este mundo como pasearse con la luna, y a toda velocidad, por la Cota Mil, escuchando El Emperador de Beethoven o el primer acto del Tannhäuser de Wagner. Vivimos en una ciudad descalabrada que no se deja ver en toda su verdadera belleza sino de noche, bien tarde, cuando todo duerme, cuando El Ávila resuella en su severa inmutabilidad, cuando las luces se presentan a lo lejos, apretujadas como hormigas, en un único amasijo, en una presencia temblorosa, en una calma arrullada por el fresco que sólo existe en el cielo nocturno y lozano. Nunca se experimenta en Caracas una sensación de plenitud tan sincera como cuando la recorremos acompañados por la húmeda oscuridad de los árboles, por la brisa que lo inunda todo de un aroma único y solitario. El silencio a esas horas es tan intenso que se puede escuchar el pulso íntimo de la ciudad, un pulso amable y constante que murmura con sordina en el fondo más hondo de cada caraqueño aturdido por las inclemencias de la vida que él mismo se ha forjado.
Caracas es una ciudad hermosa de la que sus habitantes reniegan por culpa del calor, de las plagas sociales, del tráfico y del caos. Cada vez que paseo por ella tarde, de noche, y la veo así, tan solitaria, se me olvida lo fastidiosa que es la ciudad donde nací y me pregunto qué pasaría si tomásemos, no por necesidad, sus calles, si ejerciéramos nuestros verdaderos derechos sobre este valle que nos pertenece porque, a pesar de ser un infierno, Caracas es nuestro hogar.
Aquél que viva en esta pequeña metrópolis no puede sino resignarse a tener siempre su mirada limitada. Aquí, en esta atolondrada ciudad, nadie encuentra su ilusión perdida en el horizonte. Siempre, en cada uno de los cuatro puntos cardinales, hay una montaña, una tumba de piedra cubierta quizás por miles de débiles casitas rojas, de ranchos que son puro cubismo real encima de las montañas que hacen de este valle una jaula pétrea de belleza salvaje capaz de quebrar la infinitud de la mirada y de los pensamientos de la gente. Hay quien dice que la cerrazón de este valle, y el no dejarnos ver el horizonte amplísimo, explica por qué los caraqueños vivimos únicamente el presente y nos preocupe tan poco el futuro...
Nuestra ciudad no es eterna. Bulle a cada paso el ruido de sus propias ruinas borradas de la memoria. Y las calles que cambian de nombre o de curso, y los edificios que aparecen y desaparecen sin dejar siquiera el recuerdo de su existencia a no ser en fotos o en libros enterrados en lo más oscuro de museos y bibliotecas a los que nadie visita. En Caracas sólo permanecen inalterables El Ávila y el río Guaire hasta que un cataclismo de gruesa lluvia quiera o hasta que a alguien se le ocurra modificar la topografía.
Caracas es una ciudad a la que hay que ganar para la literatura, para el cine, para las verdaderas artes. Basta con verla de noche para imaginar cuentos, para barruntar dibujos y buenas películas que fijen en la memoria, y conviertan en signo, al hogar del que siempre renegamos, del que siempre hablamos mal por desidia, por abandono... Si existe la felicidad para nosotros, los caraqueños, ella debe estar en algún lugar de este valle cruzado por severas autopistas, por puentes destartalados, por calles que se entreveran desordenadas unas con otras.
A las tres de la madrugada vi a Caracas desde la Cota Mil y no pude más que balbucear en voz alta aquellas palabras que aparecen al final de El viaje de Mastorna de Federico Fellini: «Y abiertamente ofrecí mi corazón a la ciudad noble y dolorida. Y prometí amarla con fidelidad, hasta la muerte, sin miedo, con su pesada carga de fatalidad, y no despreciar ninguno de sus enigmas; así me ceñí a ella con una atadura moral».
Sin duda el metro de Caracas es el espacio público más transitado de nuestra ciudad. Ninguna avenida, calle, bulevar o centro comercial tiene tanta importancia práctica en la vida colectiva de los caraqueños como el metro. No faltará quien niegue estas afirmaciones y arguya que Caracas está llena de autopistas y de plazas por donde todo el mundo pasa caminando o corriendo para llegar a algún lado. Digamos que el ejemplo de la autopista no nos funciona porque sobre ella anda la gente sentada en su carro, viviendo su propia historia sobre ruedas en un espacio cerrado e individual en medio de música y aire acondicionado. El argumento de las plazas tampoco funciona porque mal que bien se trata de espacios abiertos donde lo público es un hecho disperso y con hitos espaciales tangibles en forma de estatuas bañadas en mierda de palomas. Por si fuera poco hablamos de plazas en un país donde no tenemos la cultura de la plaza como espacio de auténtico intercambio comunitario. Aquí hablamos de sitios que son, por lo general, urinarios públicos para indigentes y lugares de paso donde ni siquiera puedes sentarte a besar a tu novia porque de inmediato te llega un policía conminándote a dejar semejante inmoralidad en la vía pública... Pero no es de las plazas y de sus problemas que vinimos a hablar. A diferencia de los dos ejemplos anteriores, el metro proporciona una vivencia de lo colectivo que aplasta, subyuga y fascina. En sus espacios se vive una experiencia múltiple. Se vive en carne propia la experiencia de la multitud, de lo masivo, de lo sociológicamente diverso y de lo difícil que resulta a veces vivir en una metrópolis. Eso sin contar con que se vive también la experiencia de la velocidad y del tiempo ganado al vencer distancias, y de estar encerrado durante un rato en un sitio que está bajo tierra. El metro, en muchos sentidos, resume el placer y el dolor que producen los adelantos de nuestro tiempo, y, en este particular, el de Caracas no es una excepción. El metro es un sistema únicamente diseñado para ser efectivo. Allí no hay mayores afanes edulcorantes ni estéticos. Su discurso es el de la efectividad, el del tren que sale a la hora y llega a la hora, el de las normas que se cumplen sin perdonar al que atenta contra ellas. Quizás esa férrea estructura opresiva sea lo único que controle los requiebros de miedo atávico que pueda producir la experiencia múltiple que el metro y sus metros bajo tierra traen consigo.
Resulta interesante ver cómo en ningún subterráneo del mundo existen recursos visuales ni auditivos que endulcen la estadía del ciudadano en ninguna de sus instalaciones. Los medios que hay no son oficiales (músicos, artistas del grafitti, mimos, timadores profesionales, etc.), y los que hay, oficiales, no son especialmente gratos ni importantes. Quizás esa labor de «entretenimiento ciudadano» sea cumplida en el metro por los carteles y por las vallas publicitarias dispersas en cada estación y en todos los trenes del sistema. La publicidad contemporánea contempla, entre sus fines, la certeza de comunicar y de ser, en sí misma, espectáculo. Generalmente los metros del mundo, con todo y su pesada carga de tecnología y efectividad, son superficie para los más hermosos afiches informativos, para las más delicadas impresiones gigantográficas y para el mejor diseño que pueda concebirse. Es obvio que la publicidad invierte en esos espacios porque constituyen un sitio de paso masivo. Miles de personas ven y leen lo que dicen y muestran los carteles, y se lo llevan metido entre ceja y ceja a sus casas porque el metro es, aparte de todo, una gran mensajería.
El metro de Caracas cumple indudablemente, y a cabalidad, su cometido práctico, pero en cambio ese valor agregado que significan la publicidad y la información visual en sus estancias se mantiene en un estado de modestia inexplicable. Seamos francos y convengamos en que las carteleras que se encuentran a lo largo de las tres líneas de nuestro metro no satisfacen «el hambre visual» que los ciudadanos podríamos sentir en cualquier espacio de nuestra ciudad, y menos en un espacio opresivo por naturaleza como es el mismo metro.
Nuestra publicidad adolece de muchas cosas, pero sus carencias más graves tienen que ver con fallas en el terreno conceptual y con una incapacidad ciclópea para asumir riesgos. A esto podemos agregar la mala educación visual de los diseñadores y del público, así como la inexistencia de lugares especialmente concebidos para colocar las piezas publicitarias. El resultado de todo este menjurje puede verse en la pobreza visual que caracteriza a toda nuestra ciudad y a nuestro aburrido metro. En sus instalaciones hay un afán por generar una apariencia intocada que simule asepsia, y conste que no me refiero a limpieza o pulcritud. Me refiero a una yerma asepsia visual, a un criterio de pobreza a la hora de estimularnos la vista y la mente en un lugar que, con todas las limitantes del mundo, se presta para el buen y elocuente mensaje masivo. El metro de Caracas desaprovecha su propia ambición arquitectónica y el paso diario de miles y miles de usuarios. Quizás dos razones atenten contra ese aprovechamiento espacial: por un lado se encuentra nuestra propio concepto de lo cotidiano, y por otro la idea que comúnmente se maneja sobre lo que son el arte y la publicidad. En primer término, nuestra concepción sobre lo cotidiano responde a que las cosas son siempre iguales y a que en modo alguno se pueden pensar de otra manera. Tal vez la razón de semejante aserto sea la influencia tan pesada que la naturaleza tiene sobre los venezolanos. Nosotros concebimos el mundo como algo inmutable e igual a las montañas que nos rodean. Por eso lo cotidiano, aunque nos sea adverso, no está sujeto a cambios ni a reestructuraciones. Las cosas son así y ya. Resígnate porque no hay nada que hacer. En segundo lugar, y respondiendo a ese carácter tan proclive a asumir como verdades absolutas unos lugares comunes poco adaptados a las realidades del mundo contemporáneo, el venezolano concibe el hecho artístico de una manera muy limitada, creyendo que una experiencia estética es sólo algo equivalente a cuadro, óleo, paleta y pincel, cuya única finalidad es la decoración inocente de espacios interiores. Quizás por eso se utilicen con tanta timidez los espacios vanos de las estaciones para exhibir pinturas, esculturas, pesebres y artesanías diversas, obviando las virtudes divulgativas que ofrece la visualidad que trae consigo el arte contemporáneo.
Antes se concebían como objetos artísticos sólo a aquellos productos salidos de esas disciplinas nombradas anteriormente. Hoy en día esa noción es otra. El arte contemporáneo es (para qué dudarlo) un arte ampliado que incluye una visión del quehacer técnico y conceptual mucho más compleja que la que se tenía hasta hace unos años. El arte que se hace hoy asume para así los hechos tecnológicos y comunicativos con la misma naturalidad con la que se asume el uso de cualquier técnica tradicional. La visualidad de nuestro mundo integra el conocimiento obtenido a través de diversas disciplinas; de ahí su carácter múltiple y, a veces, desconcertante. Esto genera una virtud basada en la certeza de que lo más importante son las ideas y su puesta en escena en la vida real. Ese concepto «ampliado» del arte contemporáneo permite llevar una conciencia sensible, connotativa y hasta divertida a lugares donde no necesariamente existe, ni tendría por qué existir, esa conciencia, como es el caso del metro. El arte, y su función más pura y simple que es la de hacerle la vida más agradable a la gente, podrían estar camuflados en la publicidad del metro y de todos los espacios citadinos, pero esto en Caracas, y en toda Venezuela, no sucede porque para nuestros publicistas (a estas alturas de la vida) importa más el mensaje que la manera de presentarlo. Así tenemos un espacio poco aprovechado para mostrar cosas, para dar mensajes a un público, más que cautivo, en cautiverio durante un rato. En el fondo el problema es muy simple: los encargados de hacerle más agradable la vida a la gente no están haciendo bien su trabajo por falta de visión, por timidez, por ignorancia, por aburridos y por no estar conscientes de que de ayudar a hacer feliz al público también trata su oficio.
Los nombres de los caraqueños
En Caracas, y en toda Venezuela, se ha instaurado con fuerza demoledora una extraña manía: la de ponerle los nombres más estrambóticos a la gente. Aquí no tiene nada de raro que alguien se llame con palabras retorcidas que son el resultado de la unión (casi contranatura por lo feo del resultado) de la primera sílaba del nombre del padre con la primera sílaba del nombre de la madre. Nada tiene de raro que por ahí ande una niña cuyo nombre sea Nelmar por la mezcla de los nombres de sus padres, Nelson y Martha. Lo terrible es que algún día Nelmar se encontrará con un zagaletón de nombre Fercar (su papá se llama Fernando y su mamá Carolina), se casarán y tendrán una niña que se llamará Fernel, y ésta a su vez se casará con Willang (por Willmer y Angelina) y tendrán un hijo llamado Willfer... Y así continuarán perpetuándose los nombres horribles de la gente hasta que pase un fenómeno parecido al que le pasa a la mula... Ustedes saben que la naturaleza no permite que las especies se mezclen y se diluyan. Por eso la mula, que es hija de la unión «ilícita» de un caballo y una burra, es infértil. Un fenómeno parecido le pasará a los nombres del venezolano. Cuando Willfer se encuentre con Yiksia, y vea que el nombre de su retoño será tan extraño que ninguna secretaria de ninguna oficina pública podrá transcribirlo, entonces volveremos a los nombres cristianos. Volveremos a María, a Miguel, a Jaime, a José...
Tanto exotismo creativo sólo nos ha legado gente llamándose por los apelativos más horribles repletos de íes griegas y de manierismos que simulan nombres en inglés... Sobre este último detalle bien vale detenerse y hacer una breve reflexión: ¿qué hace que un padre o una madre quiera nombrar a su hijo con una palabra que remede en su sonido y en su grafía a un nombre en inglés? Nada, el afán de parejería. Yo no sé, pero me temo que es porque la gente cree que la felicidad viene empacada en un nombre anglosajón...
Otro método que usan los habitantes de esta ciudad para ponerle nombres a sus retoños es el escribir un nombre normal al revés. Por ejemplo: Nabetse = Esteban; Mairim = Miriam; Aleuzenev = Venezuela; Susej = Jesús; Aseret = Teresa... La verdad es que un filólogo gozaría un mundo realizando una investigación en este terreno.
No hablemos más. No habría espacio para hacerlo. Simplemente lean esta lista y díganme si por poner semejantes nombres a nuestros hijos, no somos gente digna de estudio.
Kerbis, Yojanson, Yudelkis, Yon, Yefry, Yeferson, Yormis, Torkill, Danitza, Yurly, Chirly, Deivis, Brayan, Kely, Tiundy, Tísuby, Tiamy, Yeny, Sobeida, Marsobeida, Yubimar, Yurimar, Yurima, Yurubí, Marsolaire, Dorkis, Gladiuska, Yaritza, Karitza, Ylallalic, Yeniber, Diomira, Yoniray, Maryuli, Rodwig, Kepler, Rostin, Lipso, Yurmuari, Norka, Yuruani, Yamarlef, Aleuzenev, Jubino, Davirsia, Levy, Hercilia, Yomira, Yudimel, Wilkinson, Yanis, Yancarlo, Owinch, Yuraima, Mairim, Nelmar, Kleiber, Yubirí, Albiera, Besaida, Maickel, Damelys, Osmar, Daivi, Usnavy, Angely, Solmaira, Miraidis, Yesenia, Yuraima, Yurimia, Yaletzi, Yalisbet, Yaifré, Yoraidí, Yeniber, Yornaichel, Norkis, Franmer, Merfrán, Danixe, Dixon, Yoelbis, Petrasmit, Olmelibey, Armaribely, Rafbet, Rosaherbalaif, Dardha, Isbery, Anglory, Yorbelys, Leidy, Milka, Doreidis, Miradis, Migdalia, Migdalis, Dilsia, Diogne, Diognis, Amorfiel, Diosdado, Jiovana, Eileen, Danibel, Jennisse, Yibisenia, Sensitymoon, Yondry, Raidys, Betsy, Betsymar, Ginesca, Yenise, Amarilis, Yolimar, Denison, Etanislao, Esfreis, Vianney, Lelis, Ismaru, Yenmil, Coraima, Yorman, Dilsia, Yorbelis, Edecio, Ewin, Yanara, Keiyur, Danivell, Keliana, Gretty, Lasmey, Freilly, Erwin, Rosimar, Yenisy, Havey, Vigneys, Kismeth, Gilmer, Osnan, Janlú, Aimara, Nidesca, Yovany, Yoconda, Claid, Dilexa, Kechena, Wianmal, Aroska, Mayra, Tibayre, Coraima, Aiskel, Damaris, Yumaris, Dakmar, Fanely, Iraima, Ariuxi, Maloha, Yajaira, Dorángel, Darwis, Amarilis, Rosmely, Yumber, Norka, Zenaida, Grisel, Lenelina, Carmely, Enderson, Osly, Yolimar, Yulimar, Zulay, Isnardo, Johanson, Yamelis, Indira, Nadesca, Ismelis, Catriel, Yalisbeth, Dubraska, Desireth, Magly, Damaris, Gianine, Dalix, Wuilbert, Yoshkar, Solaine, Jean Frank, Norelys, Aneldo, Rixio, Agnelys, Dalmiro, Yorelys, Lobenis, Keindel, Derbys, Maxiel, Aliera, Williams, Georguel, Hilwilm, Mereanyela, Siuris, Esnilda, Nélida, Elisio, Yudlisbeth, Magaly, Yngrid, Mawel, Rexaimiyori, Willderman, Doreisa, Melody, Nadelys, Veruzka, Jarol, Jakson, Wester, Walfred, Yenniter, Hayram, Stuart, Nabetse, Susej, Yutsitibilisay, Malilis, Marlin, Yesaidu, Osnaiker, Yoneiker, Rotny, Ariani, Joffre, Juan Jondre, Vielman, Anyeli, Everlide, Dinalba, Yóger, Yerly, Yunior, Magalis, Mirosmar, Lilianes, Enelda, Yolimar, Caribay, Zuleimy, Lennar, Geronis, Nuris, Naileth, Wilfred, Duncan, Erylin, Roselyn, Mayarleth, Wilmer, Maikol, Yan Karll, Dayana, Leido, Githanjaly, Netsemany, Yaemmy, Nereydys, Neldo, Eglida, Javiera, Marlenys, Yisel, Mayerling, Maryele, Lysber, Sheila, Georgelis, Arielis, Cheissy, Neimar, Grisaida, Franchesca, Kerallys, Yesenia, Lilibeth, Leobel, Yirly, Deivy, Vivenciolo , Elder, Jerimar, Kenry, Nelsaida, Yormari, Auralin, Yamilet, Elixy, Seiberling, Everfit, Marevi, Esmérida, Zaida, Willésika, Imalay, Euridys, Yedoska, Yogualsi, Yexana, Gemsimys, Haynhect, Yasterliski, Levis, Eukenedy, Nehymalit, Chelsy, Zugehidi, Zugendy, Single, Yorelis, Yorbelis, Jorbis, Yordanik, Solsirec, Miriela, Sorensorina, Greysa, Miriana, Udemixon, Noraisola, Harinton, Icieli, Yraimisg... Que conste en acta que ninguno de estos nombres es inventado por mí. Mi imaginación no da para tanto...
¡Malditos, lo hicieron, malditos!
Últimamente, cuando paseo por Caracas, me da por rememorar a Charlton Heston gritando «¡malditos, lo hicieron!» al final del Planeta de los simios. El lector recordará que Charlton Heston gritó a todo gañote semejante jaculatoria llorando frente a la Estatua de la Libertad derruida en una playa del futuro, cuando se dio cuenta de que el planeta donde estaba era la Tierra luego de una masacre nuclear. Cada vez que paseo por Caracas y veo los iconos arquitectónicos de mi ciudad convertidos en ruinas, grito lo mismo que Charlton Heston y le agrego un «otra vez» resignado porque sé que a la vuelta de la esquina volveré a recordar la escena final de la bendita película de los monos, que dicho sea de paso, me da dolor de cabeza cada vez que la veo.
Aquí en Caracas los edificios más hermosos no envejecen. La música de los taladros no los deja. Es como si le tuviéramos asco a lo vetusto, a lo que hay que cuidar. Resulta horroroso ver cómo los edificios que alguna vez fueron orgullo de nuestra ciudad se encuentran hoy sólo en las fotos de los libros de arquitectura. Es obsceno también que la gente que no mueve un dedo por cuidar nuestro patrimonio arquitectónico, vaya a otras ciudades del mundo y vuelva hablando maravillas de las construcciones antiguas que allá sí cuidan. No sé cómo no les duele tanta blandura de espíritu...
En Caracas tumban un edificio bello y funcional todos los días y lo peor es que no lo sustituyen por algo mejor, sino por un mamotreto horrible de dudosa calidad constructiva. En menos de un decir «seibó» arrasaron con las casas diseñadas por Mujica Millán en Campo Alegre y con los simpáticos conjuntos residenciales de Las Mercedes; tumbaron el edificio Galipán, comenzaron la demolición del Centro Comercial El Trébol en Los Dos Caminos y por si fuera poco, le arrancaron el portentoso indio a la fachada de la Tasca Maracaibo para sustituirlo por un anuncio de pollos en brasa. ¡Qué barbaridad! Lo peor es que este afán demoledor no ha terminado. Por ahí anunciaron la destrucción del Hotel Ávila... Seguro lo tumban y construyen un adefesio como el Sambil o como el hotel Four Seasons en Altamira, que si a ver vamos parece la poceta de Godzilla.
Yo quiero que alguien me explique por qué no restauran la estatua del Rey del Pescado Frito, por qué a las torres de Parque Central les crecen unos champiñones verdes en las paredes y por qué en las escaleras del piso 15 de la torre norte del Centro Simón Bolívar siempre hay miles de huesitos de pollo tirados en los escalones. También quisiera que alguien me explicara por qué aquí las construcciones se vuelven ruinas antes de ser inauguradas (verbigracia el Partenón Graveúca que queda en la avenida Casanova) y por qué todas las construcciones del estado terminan siendo meaderos públicos, como la sede de la Biblioteca Nacional al lado del mismísimo Panteón. ¿No será que somos unos insensibles que no cuidamos lo que tenemos? ¿No será, sencilla y llanamente, que somos unos cochinos?
No hay derecho a que el Hotel Humboldt esté perennemente cerrado y sin mantenimiento, a que la Universidad Central de Venezuela esté tan ruñida como está, a que haya que esperar a que en cualquier momento se produzca una desgracia (o a que Pedrito Fernández done su quijada para ponerla como calza) en el puente de la autopista a La Guaira. Tampoco hay derecho a que las calles estén brotadas de buhoneros vendedores de porquerías (provoca soltar un león de El Pinar en la Plaza Bolívar) ni a que las escaleras mecánicas del Metro se echen a perder así, sin más ni más, sin que nadie proteste ni le duela la ciática.
Me niego a aceptar como normal que la vida en Caracas sea este salvajismo, este no querer nuestro patrimonio, este reventar paredes para no tener que repararlas, este eterno recordar a Charlton Heston llorando amargamente en su playa.
Roberto Echeto
Caracas, noviembre de 2000
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