No puede existir un diálogo inteligente cuando quien propone el diálogo parte de ideas fijas que asume como verdaderas e irrefutables, quien dice hablar con la verdad descalifica a priori cualquier postura divergente, entonces el diálogo, la apertura ante una pluralidad de ideas, de conjeturas, de refutaciones, ensayo y error, se vuelve un juego entre idiotas que presumen disfrutar un monopolio sobre la verdad.
Quien desestima la confrontación de ideas, el mero acto de no estar de acuerdo, son los reales enemigos de la razón, aquellos que suponen tener un acceso privilegiado a la verdad, no toleran que otros disientan, que se manifiesten en contra. Sin un diálogo abierto no hay posibilidad de tolerar diferencias, por consiguiente, no hay oportunidad de cultivar una cultura de libertad.
La libertad de elegir, por el contrario, implica la agonía de nunca saber si tenemos toda la razón sobre todos los aspectos de la sociedad.
La función de una conversación civilizada es usar la dialéctica—conversar, en forma abierta, con el fin de ir puliendo ideas, de aprovechar la curva de aprendizaje de un proceso de ensayo y error, de progresar vía una evolución de intercambios intelectuales.
En una sociedad abierta reconocemos que la vida está llena de incertidumbres, complejidades y paradojas. No es reducible a una formula preconcebida, a un plan alternativo, a un proyecto total. En esta circunstancia, la humildad ante el conocimiento es un ingrediente capital para fomentar la libertad y la civilidad entre los seres de una sociedad.
Quienes creemos en la libertad debemos defender el concepto plural de conversación, una multiplicidad de voces donde no existe una voz que predomine sobre otras. El propósito es mantener el diálogo vivo, es mantener la conversación abierta, que no lleguen los tiranos, los demagogos, los idiotas, o los que presumen hablar con la verdad, y cierren esta apertura de ideas. Para estos, y otros de su especie, un argumento se gana con la expropiación de ideas, con la guillotina, con la fuerza brutal de una supuesta autoridad.
Una sociedad abierta celebra las discusiones, racionales o despistadas, pero exige que se pueda llevar a cabo un argumento, un esfuerzo por cambiar las opiniones de otros, en un espacio de intercambio lógico de razones. Quien apela a la descalificación solo refleja su debilidad e intolerancia, igual quién se escuda detrás de una supuesta superioridad intelectual o moral para hablar de la verdad, en realidad esconde sus limitaciones.
Una cosa es criticar, otra descalificar; una cosa es el diálogo, otra cosa son los idiotas que presumen hablar desde la verdad.
@gantillano
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