lunes, 16 de enero de 2012

LA TEMPLANZA





Templanza significa sobriedad. Es la virtud por la cual empezamos a darnos cuenta de cuáles son nuestras necesidades reales, orientadas a lograr  nuestro bienestar y desarrollo, y cuáles son imaginarias y producto de los deseos inagotables que nacen de las carencias que produce el ego y son por tanto perjudiciales. Desde la sobriedad se manejan de manera adecuada los recursos, evitando tanto los excesos como las carencias.
La templanza es la virtud que permite dominar racionalmente los apetitos y moderar la atracción hacia los placeres sensibles y el uso de los bienes creados. La disposición natural al gozo puede hacer obrar desordenadamente al ser humano. Existe en él una rebelión de los diferentes egos contra el dominio del propio espíritu, contra el vivir consciente y el obrar adecuado.
La moderación, la medida y la honestidad, al mantener y defender el orden en el propio interior, crean los fundamentos necesarios para la realización del bien. Sin la templanza, el instinto de la propia afirmación que hay en el ser humano rebasa todas las fronteras y anega todo cuanto encuentra en su camino. Se perdería la orientación y el raudal de energías jamás encontraría el mar de la perfección en que deben desembocar. La templanza no es el caudal, sino la madre del río que canaliza sus ímpetus y su velocidad y abre el paso preciso.
El desenfreno, la ambición desmedida y los deseos desordenados dan lugar a una ceguera del espíritu que incapacita para ver los bienes del alma y quita la fuerza de la voluntad. En cambio, la sobriedad nos hace capaces y nos dispone para la vida espiritual. No muere el alma porque le falte algo sino porque algo la envenena.
Nuestra existencia consiste en ser conscientes y en obrar adecuadamente, por eso se dice que cuando alguien vive espiritualmente es fiel a sí mismo. La deshonestidad y la ambición de poder  destruyen de una forma especial esa fidelidad del ser humano consigo mismo y ese permanecer en el propio ser. Ese abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible de las pasiones, paraliza y aniquila la capacidad de decidir y de obrar adecuadamente. El alma no es entonces capaz de escuchar silenciosa la llamada realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia. El ser humano se ha hecho parcial y se insensibiliza para percibir la totalidad de su realidad. Y esto significa el mal uso y corrupción de la prudencia, la ceguera del espíritu y la desaparición de la vida espiritual. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la inconstancia y teñido por los deseos más bajos.
El ser humano  envidioso, voraz y ávido de poder quiere, pero quiere exclusivamente para sí mismo; siempre se halla distraído por un interés ilusorio, que no es real. La obsesión de poder, que lo tiene siempre ocupado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento. El mirador del alma se vuelve opaco, empolvado por el interés egoísta, que no deja pasar hasta ella el aroma de la Vida. Sólo puede ver y oír quien guarda un silencio consciente, y sólo emite Luz la pureza.
La templanza es honestidad, pero la búsqueda del poder desmedido  lleva sobre sí la maldición de un egoísmo estéril. La honestidad no sólo capacita y predispone para percibir correctamente la realidad, creando así conductas acordes con ella, sino que prepara el alma para la contemplación, esa forma sublime de contacto con la verdad objetiva en que se confunde el conocimiento límpido con la verdadera entrega.
Mediante la vida espiritual, el ser humano entra en comunión con Dios asimila la Verdad, que es el bien supremo, y obra adecuadamente. La esencia de la persona espiritual y virtuosa consiste en vivir abierto a la verdad real de las cosas, vivir la verdad que se ha incorporado al propio ser y obrar adecuadamente. Sólo quien sea capaz de ver esto y de realizarlo en su propia vida será también capaz de entender hasta qué profundidades llega la destrucción que en sí mismo desencadena un corazón impuro.
La deshonestidad destruye el verdadero gozo de lo que es sensiblemente bello, pues la persona, al percibir la belleza sensible propia de cada cosa, tiende siempre a reducirlo al deleite. Sólo percibe la belleza del mundo y la disfruta quien lo contempla con mirada limpia. La alegría del corazón es el agradable fruto de la muerte del ego. Cuando esa alegría está presente se puede estar seguro de que la simpleza de seguir una doctrina o unos ideales, o la estirada vanidad de quien sólo se mira a sí mismo, se hallan lejos. La alegría del corazón es una señal inequívoca de la verdadera templanza que sabe, sin egoísmos, conservar y defender el verdadero valor de la persona.
La templanza es el origen y la condición de toda verdadera valentía. En cambio, el infantilismo de un alma desordenada no sólo acaba con la belleza, sino que crea seres pusilánimes. Cuando el ser humano pierde esa moderación de carácter integral, disipa su esencia y su energía y se hace inservible para plantar cara a la fuerza del mal, que causa estragos por el mundo.




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