Vivimos rodeados, sobrecogidos por la proliferación de
palabras, de mensajes, de noticias, que nos desbordan y que en no pocas
ocasiones parecen más acecharnos que convocarnos o requerirnos, o que tratan de
influirnos, de afectarnos, de llegarnos. Y lo más curioso es que es difícil
sustraerse a la impresión de que nos faltan. Y es así. Porque no basta con que
existan. Es más, en rigor sólo son tales si los hacemos nuestros. Pero no es
fácil elegirlos antes de conocerlos, ni conocerlos lo suficiente como para
saber que estamos eligiendo adecuadamente, o al menos lo que preferiríamos.
Tampoco es cuestión de pretender establecer una comparación entre todas las
posibilidades para quedarnos con la que nos resulte mejor. O bien decidimos
antes de conocer, pretendiendo así poder saber, o bien optamos un tanto a
ciegas esperando que la cosa nos venga dada, o bien buscamos abarcar lo máximo,
esto es del menor modo posible, para tener una mínima idea, antes de ponernos
en la cuestión. En definitiva, no parece haber manera de hacerlo si se trata de
escoger con un criterio asentado o cuestionable.
Podemos asesorarnos, dejarnos ganar por juicios sensatos,
inducir por los precedentes, por la información de que disponemos, por nuestra
experiencia, por los indicios, por nuestra intuición o por nuestras
preferencias. Pero eso es ya en cierto modo un leer antes de leer, un prever,
una anticipación que forma parte del hecho mismo de la elección, una
preselección, que también es una selección, no siempre sostenida en un completo
y acabado conocimiento. Que seamos decididos, voluntariosos y firmes no
significa que no podamos ser influidos. Incluso seducidos. La selección es ya
el preludio de la persuasión. La persuasión comporta esta seducción.
Sin embargo, verse permanentemente llamados a dar respuesta
no deja de procurarnos la sensación de ser invadidos o asaltados, conminados a
aceptar o a rechazar y a tomar posición sobre innumerables asuntos y aspectos,
acerca de los cuales por lo visto, y a ser posible en todo caso, hemos de tener
criterio. Y si no, al menos, mostrar que estamos dispuestos a hablar sobre
ello. Incluso se considera una descortesía no saber, o no conocer bien ciertos
detalles de cuanto los demás consideran que forma parte de nuestra órbita. Eso
conduce a un desaforado acopio de información, de documentos, de dosieres, de
datos, de citas, de argumentos, de textos e de imágenes que inundan lo que de una u otra forma
componen el archivo que trataría de paliar nuestras insuficiencias, sean éstas
razonables o no. De vez en cuando nos desprendemos de lo que no parece ser útil
o requerido. Es la tarea de limpieza. Previamente ha de pasar por alguna
papelera de reciclaje. Pero incluso esa labor comporta una selección. No
digamos si se trata de desprenderse definitivamente de algo, ante la
posibilidad de que podríamos necesitarlo alguna vez. Seleccionar conlleva el
temor del abandono de lo que no ha sido elegido. O el rechazo efectivo de lo
que ha sido elegido para ser abandonado. Nunca nos desenvolveremos con esa certeza
que parece asegurarnos.
Tal vez por ello tienen que ver concretamente la lectura, la
lección y la selección. Y quizá por eso muy pocas veces se habla de la tragedia
de la decisión, no sólo desde la convicción de que elegir es renunciar, sino de
que elegir es siempre en gran medida convivir con la equivocación, incluso con
el error. Es más, este carácter trágico se sostendría en el hecho de que
únicamente tras la elección irrumpe con mayor claridad el alcance de lo certero
o de lo insensato del camino emprendido. Y la tragedia lo es aún más si la
elección es inexorable.
Aprender a seleccionar es tanto como aprender a mirar, que
por cierto es también un modo de elegir. Como lo es asimismo hablar.
Permanentemente estamos optando por la palabra preferida, tratando de que sea
la adecuada, la precisa, la justa. Y, al hablar, esa operación no suele
dilatarse. No menos perseguimos el afecto requerido y la compañía deseada.
Tampoco está claro que la situación mejoraría de contar con más espacio o con
más tiempo. Al seleccionar, no sólo nosotros convocamos lo que ha de decirse,
también se procede al modo de una cierta escucha. Pero de nuevo eso no se
reduce a oír. Una y otra vez, a pesar de ser concernidos por algo, afectados
por ello, también vamos escogiendo. No sólo leer es elegir, también elegir es
leer. Y vivir, en el mejor de los casos es poder elegir.
Podría ocurrir que, dadas las dificultades de la cuestión y
de la situación en la que seleccionar nos coloca, sintamos la tentación de
refugiarnos en una parcela acotada, en un huerto, en un jardín cuidado y
cultivado exclusivamente por nosotros. Ahí trataríamos de protegernos de la
posible indigestión provocada por el contaminado sustento que podría
procurársenos. Y menos al alcance de las relaciones. Entonces la elección se
vería más cernida sobre un ámbito reducido. Del resto, no querríamos ni oír
hablar. Así, supuestamente amparados, ocurriría algo peor. Por fin ya habríamos
sido constreñidos a un reducto, que es tanto como reducidos. Por evitar
seleccionar, habríamos sido seleccionados. Y nuestra posición consistiría en
quedar al margen, paradójicamente bien centrados, eso sí en alguna modalidad de
marginación. No ha de desconsiderarse esta posibilidad. Pero también en tal
caso convendría que fuera una elección. Sin embargo no sería la efectuada por
nosotros. Y, de ser así, para evitarlo, al hacerla nos encontraríamos en la
misma tesitura, la de seleccionar.
Sólo la adecuada formación, el desarrollo de la libertad de
pensamiento, que es también el pensamiento de la libertad, su vivirla y
ejercerla, nos preparan para la permanente selección. La que hacemos y la que
nos hacen. Y sin esa capacidad de seleccionar, de leer, de aprender a elegir,
no eludiremos algún tipo de selección. Esperemos que sea para bien y que no se
realice por un darwinismo social, que venga a ser un modo de exclusión.
Ángel Gabilondo
Fuente: http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2012/08/seleccionar.html#more
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