Entrevista realizada por Johandry A. Hernández al Sociólogo Miguel Ángel Campos, publicada
por el portal web País Portátil en Octubre 2011.
Hay que preguntarse si la obra del ensayista Miguel Ángel
Campos constituye su propio museo de simpatías y diferencias sobre lo
venezolano, con sus tragedias y esperanzas. Cualquier lectura desprevenida de
sus textos pudiera provocar la tentación -y hasta osadía- de decir que sí lo
es. Pero en un halo de contemplación durante la tertulia, en esos escasos
segundos en que se le ve sonreído, comenta que uno de sus escritores
predilectos es Jorge Luis Borges. Surge entonces la duda sobre la incógnita
inicial y será el propio poeta argentino quien aclare en alguna de sus obras:
“El tiempo acabará por editar antologías admirables”.
Se encuentra, así, la primera evidencia para entender el
trabajo de este sociólogo, profesor jubilado de la Escuela de Comunicación
Social de LUZ: su escritura se incrusta en el tiempo de una sociedad desolada,
llena de asesinatos, de brutalidad, de pobreza, de crispación política. Él
pertenece a ese grupo de intelectuales nacionales que se han dado a la tarea,
más bien amarga, de descifrar los enigmas de la Venezuela de hoy y le ha tocado
completar esa antología. “Mi trabajo es para reivindicar a los sociólogos
olvidados, relegados por el país”, dice.
Miguel Ángel Campos se ha encargado de reunir, a través de
años de muy fina y disciplinada escritura, las pistas para comprendernos. Hoy
ofrece tres grandes explicaciones, en un recorrido desde la época de la Colonia
hasta los albores de estos años, sobre las pistas que debe asumir el país en el
siglo XXI.
EL PAÍS QUE NUNCA
FUIMOS
La ausencia de beligerancia de la sociedad le lleva a usted
a afirmar que hay sólo personas fingiendo ser ciudadanos
Para caracterizar la Venezuela de hoy, en su búsqueda de un
modelo que no llega, se pasa por unas coordenadas que están más allá de la política
y la constitución del Estado. Estos dos últimos son temas que la gente asocia
como determinantes para resolver el enigma por la vía del poder político, la
discrecionalidad para ejecutar, para disponer. Pareciera que a eso se redujera
todo, a las expectativas planteadas por los grupos mesiánicos. El
establecimiento del sentido del territorio, la unificación de la gente, los
valores ecológicos, todo eso se ignora olímpicamente. Se recurre al Estado, a
la historia constitucional, a lo eleccionario, a los grupos de poder, a los
partidos como los únicos y verdaderos escenarios donde se va a debatir este
drama de la identidad nacional.
¿Cuál es el origen de
nuestras carencias, del extravío que tenemos como país?
La gran hazaña hispanoamericana es la consolidación de un
modo de vida definido más por una relación llena de ansiedad con unos objetos y
no por la instalación de un señorío sobre el entorno. Las ciudades apaciguan la
necesidad de estabilidad y lo que en ese espacio ocurre –y va desde la
disidencia de los cabildos hasta el gusto por el protocolo y la legalidad de
los caudillos- es la consecuencia de la incredulidad, es la tendencia a
subordinar la realidad no registrada, la descalificación de la barbarie.
Esta tendencia, según afirma, se engendró desde la época de
la Colonia
Sí. El venezolano no fue capaz de desarrollar beligerancia
frente a lo público porque siempre fue sumiso. El proyecto de ciudadanía del
siglo XIX descansa sobre un territorio vacío, una población diezmada,
demográficamente colapsada. Los caudillos que heredan la guerra de
Independencia -que se reparten las instituciones- rápidamente se enfrascan en
la guerra civil y se pospone la formación de los agentes de una verdadera
sociedad. Se pospone la educación, el estado de derecho, identidad, lo que
supone arraigo de unos grupos en relación con su pasado. El venezolano ha
delegado permanentemente y pone sobre otros hombros las responsabilidades y
espera todo de los hombres mesiánicos y del Estado. Cualquiera pudiera decir
que el venezolano de hoy es producto de los últimos 20 años. Lo que pasa es que
hay conflictos no resueltos que se han ido postergando, conflictos de grupo, de
convivencia, de identidad, entonces, no se puede tener una imagen completa de
ese sujeto, que oculta su pasado -usemos lenguaje de telenovela-. El venezolano
es un sujeto que oculta su pasado, de la manera más eficaz: a través del
inconsciente.
Por eso usted describe al país de los sobresaltos…
Me pregunto cómo puede permanecer un orden humano sin
hacerse continuamente preguntas desgarradoras. Los venezolanos hemos aprendido
a vivir apenas con sobresaltos y esto es resultado de la expulsión de la
angustia, combatida como patología, aunque en realidad es un alentador del
conformismo. Para la muchedumbre no hay sino salvación de último minuto, que
como se sabe nada salva, es sólo resguardo de los hambrientos, la expectativa
de los abrumados por el apetito. El pueblo debe estar bien alimentado y
saludable, aunque lo arrase la mala conciencia. Y cuando está hambreado alimenta
su rencor.
¿Por qué reaparecen
con tanta facilidad estas perturbaciones?
Yo podría demostrar sociológicamente que el venezolano de
hoy es menos solidario, menos piadoso, más cruel, que hace 10 o 15 años. Me dan
3 meses y lo demuestro. Eso es un espanto. ¿Por qué reaparece este mal en un
país que vive el esplendor de la modernidad en los años 50, que expulsa el
caudillismo que parece enrumbarse hacia un futuro? En 1989 aparecen los
saqueos. Los planes del Fondo Monetario Internacional en la época de Carlos
Andrés Pérez es un asunto de economistas, lo importante es cuestionar que esta
sociedad saquea a pesar del florecimiento de las décadas anteriores. Uno de los
países más pobres del mundo -moral y materialmente- es la India y allá no hay
saqueos nunca. Es grave la perturbación nuestra. ¡Gravísima! Y esta sociedad va
a volver a saquear, en cualquier descuido, saquea
¿Puede asegurar que
pactamos con el mal?
En medio de esta realidad, el venezolano se ha confundido
con sus agresores, terminó siendo órgano destructor de la propia sociedad. El
venezolano promedio de hoy es un agresor y un potencial asesino. Lo digo con
dolor. Cualquier transeúnte de hoy alienta la agresión, es reactivo, sectario,
se convierte en instrumento de agresión, siempre para sacar ventaja. Estamos
hablando de la extinción de la vida societaria, de un primitivismo visceral. El
venezolano, en medio de su desesperanza, concilió con el mal y la rutina
anómica. Se perturbó la condición del individuo que ya no es tocado por la
nobleza.
En Desagravio del mal, usted plantea que la aparición del
petróleo puso al venezolano en posición de fundar rasgos definitorios de
nuestras conductas y hábitos de pensamiento. ¿Por qué?
Mis primeras visiones del petróleo están marcadas por la
angustia. El tema del petróleo ha sido encarado a regañadientes, se le ha
construido una identidad en la que hay mucha economía, poca sociología y una
literatura más bien raquítica. Y tenemos que analizar qué implicó el petróleo en
términos culturales. Durante el siglo XX sirvió como antídoto contra la guerra
civil. Exorcizó permanentemente los brotes de violencia, de caos, de anarquía.
Contrarrestó la cosa atávica, caudillista, castrense. El aspecto importante es
que el petróleo en el siglo XX construyó una cultura social, de estilo
político. Acorazó el modelo representativo desde 1958 hasta hoy. Pero hizo más:
transformó al venezolano en términos de consumo, de apertura mental, desarrollo
profesional, educacional, modernidad. Llevó a Venezuela a su máximo esplendor.
La circulación del dinero, la modernización, la emancipación de la mujer, los
planes de salud y educación. Todo eso se lo debemos al petróleo, porque
Venezuela era uno de los países más agrarios, sumisos y oscuros de toda América
del Sur, tras el fin del gomecismo.
El Programa de Febrero de la década del 30 funda un proyecto
de sanidad. Hoy vemos un país que comercializa millardos de dólares en petróleo
pero tiene hospitales públicos precarios.
Venezuela destierra las enfermedades endémicas hacia 1945,
soluciona el suministro del agua, se adelantaron proyectos sociales. Pero nada
de eso se combatió con el petróleo, ése fue el instrumento, se combatió con los
proyectos de los grupos civiles que tenían muy claro que el país se
transformaba o se extinguía. El proyecto económico de una sociedad es derivado,
es solapado, secundario. La fuerza que motoriza la dinámica de una sociedad
está en otro escenario, no en la inversión neta.
¿Cuál es el balance de la cultura del petróleo?
Positivo. Si no hubiera habido petróleo en 1936,
estuviéramos sumidos en la barbarie más absoluta. Lo que mantiene a flote la
posibilidad de que el proceso político actual, por ejemplo, se enmiende es
justamente la herencia del petróleo, su civilidad y espíritu de urbanidad, no
hay otra expectativa.
¿Cuál es el impacto real de esa tesis del petróleo perverso?
Convertida en crónica y circunstancia, la saga del petróleo
es como un suceso familiar del que nadie habla, aun cuando sea de dominio
público. La desesperanza es un subproducto de la cultura del petróleo en
Venezuela, está en la psiquis del venezolano. Hay la percepción de que el
petróleo no nos hizo ricos, ni felices a todos. El venezolano se amarga, se
hace retrechero, resentido social, engendra el rencor. Muchos se sienten
derrotados, que no los tocó la riqueza petrolera.
¿Por eso dice que el venezolano trastornó su concepto de
bienestar?
Sí, el venezolano confundió bienestar con dinero, se olvidó que bienestar es estabilidad política, formación cultural, arraigo societario, memoria del origen, sentido de adscripción a un país. El venezolano cree que bienestar es tener “cobres”, tres carros en el garaje, ocho televisores en la casa. La gente cree que eso es bienestar. Cuando un venezolano se gana el “Kino” no se le ocurre inscribir a los hijos en un buen colegio o mandarlos a estudiar francés en Europa, que se forme en alguna actividad ilustrada, no se le ocurre jamás eso. Como no tiene nada que mostrar como tradición, entonces ostenta los “cobres”, las posesiones. No tiene hijos escritores, artistas, científicos. No tiene nada que mostrar como blasones de prestigio, entonces ostenta el dinero como fuente de estima. Cree que el dinero y lo material son fuente de prestigio.
Sí, el venezolano confundió bienestar con dinero, se olvidó que bienestar es estabilidad política, formación cultural, arraigo societario, memoria del origen, sentido de adscripción a un país. El venezolano cree que bienestar es tener “cobres”, tres carros en el garaje, ocho televisores en la casa. La gente cree que eso es bienestar. Cuando un venezolano se gana el “Kino” no se le ocurre inscribir a los hijos en un buen colegio o mandarlos a estudiar francés en Europa, que se forme en alguna actividad ilustrada, no se le ocurre jamás eso. Como no tiene nada que mostrar como tradición, entonces ostenta los “cobres”, las posesiones. No tiene hijos escritores, artistas, científicos. No tiene nada que mostrar como blasones de prestigio, entonces ostenta el dinero como fuente de estima. Cree que el dinero y lo material son fuente de prestigio.
Usted dice que el Estado instauró la educación para tutelar
a los ciudadanos y no a la inversa
Cuando hablamos de la educación en Venezuela debemos
fijarnos en el acto, porque tiene como gran tutor al Estado: como toda sociedad
emergente que nace desde lo constitucional y no desde lo real, nacimos un día,
una fecha específica con la aparición de una Constitución. Las instituciones,
se sabe, no nacen en un momento concreto y tampoco en un acuerdo forense entre
hombres. La sociedad venezolana acepta pasivamente el rol educador del Estado
porque la figura de lo público, de la responsabilidad institucional ha
desbordadado todos los procesos mentales en el país. Esta sociedad se ha dejado
confiscar las funciones autorreproductoras de sus valores y hábitos.
¿Hay una percepción errada, entonces, del Estado?
En Venezuela hay una gran veneración, una actitud casi
teológica frente a la estructura pública forjada real: las oficinas son reales,
los ministerios, el sello, la firma, el trámite burocrático, el acuerdo del
consejo y del parlamento, todo pertenece a la esfera de lo público definido
desde el Estado. Ese proyecto ha estado movilizado, no desde los intereses de
quienes serían los sujetos de esa felicidad, sino de quienes tratan de imponer
una suerte de orden útil para garantizar la retención del poder, un proyecto
tribal y no civil.
¿Por qué no se cuestiona esta perturbación en las masas?
Es fácil darse cuenta de cómo en Venezuela ha faltado como
antídoto una buena dosis de desprecio del poder. Nadie parece haber escapado a
su fascinación, al prestigio de los halagos de media calle. Seguramente hay
mucho escepticismo, el peso mortal de un país que recela de sus mejores
momentos y en alarde de despecho lo echa todo por la ventana. Cuando la gente
aplaude a los militares alzados en armas, los ve como hombres honrados
poseedores de la fuerza, dentro de un ejército corrupto, que horrorizados
quieren salvar la patria, pero no porque la patria esté herida, no por el
fenómeno del poder perturbado. Frente al verdadero oprobio no es tan fácil
reaccionar. Aquí volvemos otra vez al problema de la educación, de la
conciencia, de tener un proyecto que imponerle al Estado.
Usted plantea que en el país no hay que reeducar, sino
deseducar…
Pero claro que sí. No se trata ni siquiera de actualizar la
educación. Se hizo y funcionó en los 40. Ya no. Llegamos a un punto de
deterioro, de extravío, se trata de olvidar todo lo que nos han enseñado, lo
que hemos aprendido en una escuela informal. La escuela nunca revisó
críticamente sus programas, no se ha pensado como institución mental generadora
de felicidad. Estamos en una sociedad que dejó de enseñar virtudes, que se hizo
oportunista, economicista, que creyó, y cree que de lo que se trata es de la
producción y el consumo. No tenemos ni siquiera corrección, menos virtud, si la
tuviéramos, tendríamos esperanza de tener estado de derecho. Pero como no hubo
ciudadanía, no tuvimos chance de tener estado de derecho.
¿Esta visión de educación ha reconfigurado la percepción de
lo democrático?
No hay participación política configuradora, porque la
participación es casi gerencial, casi técnica, reducida a fetichismo jurídico
(esto hace el fraude electoral técnicamente nulo). Detrás de las elecciones no
hay una actitud permanente de interrogación, de revisión de los acuerdos
principistas. Las elecciones en Venezuela se convocan cada 6 años y es todo un
espectáculo de medios, ritual inocuo dispuesto para un domingo, día de
descanso. Entonces, el venezolano cree que la democracia es ir a elecciones. ¡Hasta
el día de hoy lo cree! Y le dicen que no votar es malo y que si no vota no
tiene derecho a nada. No ve que la abstención es una opción, una forma de
disidencia -no del partido, sino del modelo-, pero no lo sabe. Primero,
jurídicamente el voto no es obligatorio, pero culturalmente, la abstención ha
sido decisoria en las grandes sociedades en el estremecimiento moral de un
régimen.
¿Pero nuestra abstención es consciente?
No, no es dirigida, es una abstención inercial. No tiene el
valor político que debiera tener en otra situación. No es contestataria.
¿Y LA SALIDA?
En medio de este evangelio de espanto, como usted mismo
cataloga,
¿Es posible asumir un proyecto de transformación?
La respuesta es no. No es posible un proyecto que no
exorcice esas tensiones, esas patologías que merodean allí en el cuerpo de los
hombres, prestos a asaltar. Habría que deshacerse de todos los hábitos y
pulsiones que fueron residuales, pero que permanecen todavía como estilos,
totalmente incoherentes. El consumismo, el derroche, el mayamismo, el
tercermundismo, el tener sin poseer, la politiquería, la pérdida de cohesión,
de solidaridad. Son residuos de la cultura del petróleo, que en el siglo XX fue
una fuerza estructuradora, y se heredan en el siglo XXI como un peso mortal. El
Estado petrolero que financia todo hay que desmontarlo y desmontar la cultura
del petróleo de hoy. Venezuela necesita un exorcismo cultural.
AGREGADOS
AGREGADOS
La reiteración de la desgracia
Campos insiste en que el trabajo de nuestros sociólogos está
olvidado, condenado, tanto por la dirigencia política como por la gente
ilustrada, la educación, los lectores, la vida escolar. “Los aportes de Uslar,
Mijares, Picón Salas, Briceño Iragorry, Enrique Bernardo Núñez develaron un
país. El trabajo, por ejemplo, de Laureano Vallenilla Lanz explica por qué la
sociedad se pone en manos de un César para salvarse de sus tendencias
tanatorias, a autodestruirse. Ahí tenemos el país de los vivos que reseñaba
Uslar en 1952. ¡No han perdido vigencia! Son diagnósticos geniales, que
espantan. Parece que estuvieran describiendo punto por punto al venezolano
promedio de hoy. Han pasado más de 70 años desde esa caracterización y seguimos
siendo los mismos”.
El mea culpa necesario
Campos apela al aporte de Mario Briceño Iragorry para
recordar cuando el autor advertía que el venezolano necesitaba asumir sus
propias culpas, admitir sus crímenes, como individuos y como sociedad.
“Carecemos de fe en nosotros mismos, necesitamos un mea culpa como apelación a
una fuerza antidemagógica, el reconocimiento de la orfandad como punto de
partida de un inventario de nuestras carencias. Si para los doctores el Estado
era el botín, para las masas será la sociedad misma, ese espacio donde cada
quien toma lo que puede y la herencia común termina en el muladar”, dice.
¿De qué murieron nuestros intelectuales?
Sus antecesores ya le habían colgado una etiqueta a esta
tierra: “Equivocación de la historia”, decía José Ignacio Cabrujas; “El país de
la viveza”, se indignaba Arturo Uslar Pietri; “La nación de las corazonadas”,
se resignaba Mariano Picón Salas. Hoy, varias décadas después, le tocó a Campos
sintetizar su visión: “El país de la incredulidad”, es su expresión para
describir la dificultad del país de creer en algo, por su falta de fe en los
proyectos civiles.
La amargura, muchas veces, se convierte en el muladar en el
que descansa la obra de los brillantes. Miguel Ángel Campos lo sabe y hasta ha
descifrado de qué murieron efectivamente los grandes intelectuales venezolanos.
¿De qué murió Mario Briceño Iragorry?
De mal de patria, una enfermedad que no aparece en los
libros de medicina.
¿Mariano Picón Salas?
De fastidio.
¿Arturo Uslar Pietri?
De cansancio.
¿José Ignacio Cabrujas?
¡De descuido! Era muy alerta y cuando se descuidó, cerró los
ojos y murió. Lo consumió el estrellato del día.
«La sociedad debe imponerle un proyecto civil al Estado»
JOHANDRY A. HERNÁNDEZ
Miguel Ángel Campos nació en Motatán, Venezuela, en 1955.
Egresado en Sociología y profesor de la Universidad del Zulia, es ensayista. Ha
publicado: La fe de los traidores (2010, segunda edición), Incredulidad (2009),
Desagravio del mal (2005), La ciudad velada (2001), Andrés Mariño Palacio y el
grupo Contrapunto (1994), Las novedades del petróleo (1994), La imaginación
atrofiada (1992), Tonos (1987). Premio Bienal de Literatura Mariano Picón Salas
(1994), y Premio Fundarte de Ensayo Literario (1994).
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