miércoles, 26 de marzo de 2014

BALADA DE LA CÁRCEL DE READING



A la memoria de C. T. W. 

antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería. 
Muerto en el Presidio de Reading, Berkshire, 7 de julio de 1896:


I 


No vistió su chaqueta escarlata 

porque el vino y la sangre ya son rojos, 
y sangre y vino había en sus manos 
cuando lo hallaron con la muerta, 
la pobre que él amó 
y a quien en su lecho asesinara. 

Caminó entre los jueces 

vistiendo el gris raído 
con gorra en la cabeza 
y paso alegre y leve. 
Pero jamás vi a nadie que mirara el día 
con igual ansiedad. 

Jamás vi a nadie que mirara 

con ojos tan ansiosos 
la pequeña tienda azul 
que los presos llaman cielo, 
y a cada nube fugitiva 
que cruzaba con velamen de plata. 

Confinado en otros patios con otras almas 

en pena me preguntaba 
si había hecho algo grande 
o algo insignificante, 
cuando una voz me susurró al oído 
«ese hombre va a la horca». 

¡Cristo! Los muros de la prisión 

de pronto parecían tambalearse 
y sobre mi cabeza era el cielo 
un casco de quemante acero. 
Y aunque era yo un alma en pena, 
mi pena sentir no podía. 

Supe qué pensamiento perseguido 

su paso apresuraba; supe por qué 
miraba el día brillante 
con ojos tan ansiosos. 
Había matado aquello que él amaba 
y tenía que morir. 




Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama. 

Que todos oigan esto: 
unos lo hacen con mirada torva 
otros con la palabra halagadora; 
el cobarde lo hace con un beso, 
con la espada el valiente. 

Matan algunos el amor de joven 

y otros cuando viejos; 
estrangulan algunos con manos de lujuria, 
otros con manos de oro: 
el más amable usa el puñal 
para que el frío llegue antes. 

Aman algunos poco tiempo, largamente otros. 

Hay quienes compran y también quienes venden. 
El acto es cometido a veces en el llanto 
y otras sin un suspiro. 
Pues todos matan lo que aman; 
pero no todos mueren. 

No muere una muerte de vergüenza 

un día de desgracia oscura; 
ni nudo al cuello en la garganta lleva 
ni paño sobre el rostro; 
ni caen los pies primero por el piso 
al espacio vacío. 




No se sienta con hombres silenciosos 

que lo vigilan noche y día, 
que lo vigilan cuando busca el llanto 
y también cuando busca la plegaria. 
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe 
de la prisión la presa. 

No se despierta al alba para ver 

formas temibles en tropel por la celda: 
el aterido Capellán en su túnica blanca, 
el Alguacil adusto en su tristeza, 
el Director en esplendente traje negro 
y el amarillo rostro del Desastre. 

No se apresura en prisa lamentable 

a vestir el ropaje del convicto, 
y un Doctor mordaz se regodea 
notando el tic nervioso de cada pose nueva; 
y en la mano un reloj cuyos tictacs 
son como horribles golpes de martillo. 

No conoce la sed brutal que lija la garganta 

antes de que el verdugo 
se deslice con guantes de jardín 
por la puerta acolchada, 
y lo ate con tres correas para apagar por siempre 
la sed de la garganta. 

No baja la cabeza para oír 

la lectura del oficio mortuorio, 
mientras el temor de su alma 
le dice que no está muerto; 
ni se cruza con su propio ataúd 
al acercarse al cobertizo horrible. 

Ni mira fijamente el aire 

por un techo de vidrio; 
ni reza con labios de arcilla 
porque termine su agonía; 
ni siente en su mejilla vacilante 
el beso de Caifás. 

II 


Seis semanas nuestro soldado dio vueltas 

por el patio, vistiendo el gris raído, 
con gorra en la cabeza 
y paso alegre y leve. 
Pero jamás vi a nadie que mirara 
el día con igual ansiedad. 

Jamás vi a nadie que mirara 

con ojos tan ansiosos 
la azul tienda pequeña 
que llaman los presos cielo 
y a cada nube arrastrando 
sus enredados vellones. 

No retorció las manos como lo hacen 

los necios que se atreven a alentar 
a la Esperanza retadora 
en la misma cueva oscura de la Desesperación: 
Miró hacia el sol solamente 
y bebió el aire matinal. 

No retorció las manos ni lloró 

ni miró furtivamente o languideció; 
sino bebió el aire como si allí encontrara 
saludable calmante; 
la boca abierta bebió el sol 
como si fuera vino! 

Y yo y todas esas almas en pena 

que caminaban en el otro patio 
olvidamos si nosotros mismos 
habíamos hecho algo grande o algo insignificante, 
y contemplamos con asombro torpe 
al hombre al que iban a colgar. 

Pues era extraño verlo así pasar 

con paso tan alegre y leve, 
y extraño era verlo contemplar 
con tal ansiedad el día. 
Y pensar era también extraño 
en esa deuda que pagar tenía. 




El olmo, el roble tienen bellas hojas 

que brotan en la primavera: 
pero era horrible ver el árbol del cadalso 
con la raíz mordida por las víboras, 
y, verde o seco, debe morir un hombre 
antes de dar su fruto. 

El lugar más exaltado es ese trono de gracia 

al que aspira todo el mundo. 
¿Pero quién se erguiría en correa de cáñamo 
en el alto patíbulo y echaría 
a través de collar asesino 
su última mirada al cielo? 

Dulce es bailar al ritmo de violines 

cuando la vida y el amor son justos; 
y extraño y delicado 
al ritmo de laúdes y de flautas; 
mas no hay dulzura cuando un ágil pie 
baila en e aire. 

Así, con curiosos ojos y aprehensión oscura 

lo observamos día a día, 
preguntándonos, si cada uno de nosotros 
terminaría de manera igual, 
pues nadie puede decir en qué Infierno rojo 
su alma ciega extraviarse podría. 

Por fin, el hombre muerto 

cesó de caminar entre los Jueces, 
y supe que estaba de pie 
en el negro redil del acusado 
y su rostro jamás vería otra vez 
en bienestar o desastre. 

Cual barcos condenados que en la tormenta se cruzan 

nuestras rutas se habían encontrado: 
no hicimos gesto alguno, no dijimos palabra, 
y no había palabra que decir; 
pues no nos encontramos en la noche sagrada 
sino en día de vergüenza. 

Un muro de prisión nos envolvía 

y éramos dos parias; 
nos arrojara el mundo de su corazón 
y Dios de su cuidado: 
la trampa de hierro nos había atrapado, 
aquella que el Pecado siempre espera. 

III 


En el Patio de los Deudores 

son duras las piedras, húmedo el alto muro, 
y cuando tomaba el aire 
bajo el cielo plomizo 
a cada lado un guardia caminaba 
para que el hombre no muriera. 

A veces se sentaba con esos que guardaban 

su angustia día y noche; 
con quienes lo guardaban al llorar 
y al arrodillarse para el rezo. 
Con quienes lo guardaban, no sea que robara 
la presa del patíbulo. 

El Director era inflexible en aplicar 

las disposiciones de la Ley; 
el Doctor afirmó que la muerte 
era un acto científico; 
y dos veces al día lo visitaba el Capellán 
y dejaba su pequeño folleto. 

Y dos veces al día fumaba su pipa 

y bebía su cuarto de cerveza; 
su alma en actitud resuelta 
no dejaba escondrijo para el miedo. 
A menudo decía estar contento 
de que el día del verdugo se acercara. 

Pero por qué decía cosa tan extraña 

ningún guardián osaba preguntar; 
pues quien asume 
la misión de guardián 
debe sellar sus labios y transformar 
en máscara su rostro. 

De lo contrario, podría conmoverse, 

podría tratar de dar consuelo: 
¿Y qué podría lograr la Piedad Humana 
acorralada en un Hoyo de Asesinos? 
¿Qué palabra de gracia en tal lugar 
podría ayudar el alma de un hermano? 




Cabizbajos por el ruedo 

hicimos el Desfile de los Locos. 
Nada nos importaba: sabíamos bien 
que éramos la Brigada del Diablo, 
y con cabeza rapada y pies de plomo 
nos prestamos a la alegre mascarada. 

Desgarramos la cuerda alquitranada 

con uñas romas, sangrantes; 
frotamos las puertas, fregamos los pisos 
y pulimos los barrotes brillantes; 
y madero tras madero el tablón jabonamos 
entre el estruendo de los cubos. 

Cosimos los sacos, rompimos las piedras 

y trabajó el taladro polvoriento: 
golpeamos las latas y gritamos los himnos, 
y sudamos en el molino, 
mas en el corazón de cada hombre 
quieto yacía el terror. 

Y se hallaba tan quieto que cada día 

se arrastraba cual ola sofocada por algas; 
y olvidamos nuestro destino amargo 
que espera por igual a pillo o necio, 
hasta que una vez, volviendo del trabajo con andar pesado 
pasamos junto a una tumba abierta. 

Con bostezo feroz el amarillo pozo 

a bocanadas parecía pedir algo viviente 
y aun el barro mismo clamaba por la sangre 
al ruedo de sediento asfalto. 
Sabíamos que antes que cierto alba aclarara 
un preso habría de ser colgado. 

Y entramos con el alma absorta 

en Muerte y Sueño y Hado. 
El verdugo con su valijita 
arrastraba los pies en la penumbra; 
yo temblaba, a tientas en camino 
hacia mi tumba numerada. 




Esa noche los vacíos corredores 

se llenaban de formas del Temor, 
y por toda la ciudad de hierro 
había pasos furtivos que no oíamos 
y a través de las barras que esconden las estrellas 
parecían asomarse caras blancas. 

Yacía como quien soñase 

en prados placenteros. 
Los guardias en custodia de su sueño 
no podían comprender 
que alguien durmiera ese sueño dulce 
tan cerca de un verdugo. 

Pero no hay sueño cuando debe haber llanto 

en quien nunca ha llorado. 
Y nosotros -el necio, el pillo, el impostor-, 
quedamos en vigilia interminable, 
y en cada seso en manos del dolor 
el terror de otro hombre se insinuaba. 

¡Ay, es algo tan terrible 

sentir la culpa de otro! 
La Espada del Pecado penetraba 
hasta su empuñadura envenenada 
y nuestras lágrimas eran de plomo derretido 
pues la sangre no habíamos nosotros derramado. 

Los guardias con calzado de felpa se acercaban 

a cada puerta cerrada con candado 
y atisbaban con ojos consternados 
grises figuras en el suelo, 
preguntándose por qué se arrodillaban a rezar 
quienes jamás antes rezaran. 

¡Rezamos toda la noche arrodillados, 

insensatos dolientes de un cadáver! 
Las agitadas plumas de medianoche 
agitaron las plumas funerarias. 
Y como el vino amargo de la esponja 
era el sabor del arrepentimiento. 




El gallo gris cantó, cantó el gallo rojo 

mas el día no llegó: 
formas torcidas del Terror se agazaparon 
por los rincones donde yacíamos 
y cada espíritu maligno que vaga por la noche 
se nos aparecía. 

Pasaban deslizándose, ligeros 

cual viajeros en velo neblinoso; 
se mofaban de la luna bailando 
un rigodón de vueltas y pasos delicados, 
y con ritmo formal y gracia repugnante 
los fantasmas acudían a su cita. 

Con mueca consternada los miramos pasar, 

esbeltas sombras tomadas de la mano; 
giraron y giraron en grupos fantasmales 
y bailaron allí la lenta zarabanda: 
¡Condenados grotescos hicieron arabescos 
como el viento en la arena! 

Y con piruetas como de marionetas 

sus pasos afilados tropezaron; 
llenaron los oídos con las flautas del Miedo 
en esa horrible mascarada, 
y a toda voz cantaron mucho tiempo 
pues cantaban para despertar los muertos. 

«¡Oh!», cantaban, «¡ancho es el mundo 

pero cojean las extremidades aherrojadas! 
Y tirar los dados una vez o dos veces, 
es juego caballeresco 
pero no gana jamás quien con el Pecado juega 
en la secreta Casa de la Vergüenza.» 

No eran cosas de aire esas bufonadas 

que con tal júbilo retozaban 
para hombres con vidas en grilletes, 
cuyos pies jamás serían libres. 
¡Ah! ¡Por las heridas de Cristo! Eran algo viviente 
y algo horrible de ver 

Girando y girando devanaron el vals, 

dieron vueltas algunos en parejas sonrientes; 
con el paso afectado de un viajante, 
algunos se acercaron con sigilo al peldaño 
y con burla sutil y mirar de malicioso servilismo 
todos ayudaron a decir nuestras preces. 

Comenzó su lamento el viento matinal 

pero la noche continuó; 
en su enorme telar la red de la tristeza 
se extendió hasta que cada hebra fue hilada: 
y al rezar, nuestro miedo creció 
ante la justicia del sol. 

Vagó con su lamento el viento 

por los muros llorosos de la cárcel. 
Hasta que como rueda de acero giratorio 
sentimos los minutos que avanzaban a rastras: 
¡oh, viento clamoroso! ¿Qué habíamos hecho 
para merecer tal alguacil? 

Al fin pude ver los barrotes sombreados 

cual enrejado que forjado en plomo 
se moviese por el muro blanqueado 
frente a mi camastro de tablas 
y supe que en un lugar del mundo 
era roja el alba horrible de Dios. 

Limpiamos nuestras celdas a las seis, 

todo era calmo a las siete, 
pero el susurro y el vaivén del viento 
colmaba la prisión: 
con su aliento helado el señor de la Muerte 
había entrado a matar. 

Y no pasó en purpúreo esplendor 

ni montó corcel de blanco lunar. 
Tres yardas de cuerda y un tablón 
es lo que la horca necesita: 
y así con cuerda de vergüenza el Heraldo llegó 
a perpetrar la acción secreta. 

Éramos como hombres que a través de un pantano 

de inmunda oscuridad a tientas van. 
No osamos murmurar una plegaria 
ni tampoco alentamos nuestra angustia, 
algo muerto se encontraba en nosotros 
y eso muerto era la Esperanza. 

La justicia del hombre inexorable avanza 

y no habrá de apartarse: 
mata al débil, mata al fuerte 
en mortífera zancada: 
¡mata con taco de hierro 
el monstruoso parricida! 

Esperamos que sonaran las ocho. 

Con la lengua hinchada por la sed 
pues el octavo golpe era el Destino 
que hace a un hombre maldito. 
Y usará el Destino un nudo corredizo 
para el hombre mejor y para el peor. 

Nada teníamos que hacer, 

sólo esperar que la señal llegara. 
Así como piedras en valle solitario 
mudos e inmóviles quedamos; 
pero cada corazón latía agitado e intenso, 
cual tambor de un demente. 

En súbita conmoción el reloj de la prisión 

golpeó el aire estremecido 
y de toda la cárcel una queja se elevó 
de impotente desespero. 
Como el gemido que oyen pantanos asustados 
de algún leproso en su cueva. 

Y como quien ve algo horrible 

en el cristal de un sueño, 
vimos la soga de cáñamo grasiento 
que montaba la viga ennegrecida 
y escuchamos el rezo que el nudo del verdugo estrangulara 
hasta que fuera un grito. 

Y toda la aflicción lo conmoviera tanto 

que soltó un grito amargo; 
y los locos pesares, los sudores sangrientos 
nadie los conocía como yo: 
quien vive más de una vida 
muere más de una muerte. 

IV 


No hay capilla esos días 

cuando cuelgan a un hombre: 
el corazón del Capellán está demasiado enfermo 
o su rostro demasiado macilento, 
o hay algo escrito en sus ojos 
que nadie debería ver. 

Así, nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía 

y sonaron entonces. las campanas. 
Los guardias con llaves tintineantes 
abrieron cada celda atenta, 
con estrépito bajamos la escalera de hierro 
dejando cada uno su separado Infierno. 

Salimos al dulce aire de Dios 

mas no del modo acostumbrado, 
pues este rostro estaba blanco de miedo 
y aquél estaba gris; 
jamás hombres tristes vi mirar el día . 
con ansiedad igual. 

Jamás hombres tristes vi 

que miraran con ojos tan ansiosos 
la azul tienda pequeña 
que los presos llamamos cielo 
y cada nube indiferente que pasaba 
en libertad tan feliz. 

Pero algunos de nosotros 

que íbamos cabizbajos bien sabíamos 
que habríamos elegido la muerte 
si hubiéramos podido. 
Mató él algo viviente, 
ellos mataron lo que estaba muerto. 

Pues quien peca una segunda vez 

despierta un alma muerta al dolor, 
sácala de su mortaja manchada 
y hace que sangre otra vez, 
la hace sangrar a borbotones 
¡y hace que sangre en vano! 




Como mono o payaso en atuendo monstruoso 

y con flechas torcidas adornados 
dimos vuelta tras vuelta silenciosos 
por el asfalto resbaladizo del patio. 
Silenciosos marchamos vuelta tras vuelta 
y nadie pronunció palabra. 

Marchamos silenciosos 

y en cada mente vacía 
el recuerdo de algo horrible 
pasó como un vendaval 
y el Horror acechaba a cada hombre 
y detrás el Terror se arrastraba sigiloso. 




Los guardias se pavoneaban en idas y venidas 

cuidando sus rebaños de brutos; 
llevaban uniformes impecables 
o vestían los trajes de Domingo; 
sabíamos dónde habían estado: 
la cal viva manchaba sus zapatos. 

Pues donde ancha sepultura antes se abriera 

no quedaba más tumba. 
Sólo un tramo de arena y barro 
junto al horrible muro 
y un cúmulo de cal ardiente 
como su paño mortuorio. 

Pues tiene una mortaja ese desafortunado 

como muy pocos pueden reclamar: 
en lo profundo, bajo el patio de una prisión, 
desnudo, para mayor vergüenza, 
yace con los pies aherrojados 
envuelto en una sábana de llamas. 

Y todo el tiempo la cal ardiente 

devora carne y hueso, 
devora frágiles huesos en la noche 
y carne blanda de día; 
alterna carne con hueso; 
pero siempre devora el corazón. 




Tres largos años estarán sin sembrar, 

sin plantar o cultivar allí; 
y por tres largos años el lugar infeliz 
será estéril, baldío, 
y mirará el cielo perplejo, 
con mirar sin reproche. 

Piensan que el corazón de un asesino infectaría 

cada semilla inocente que plantaran. 
¡No es verdad! La tierra bondadosa de Dios 
es más generosa que lo que los hombres imaginan; 
la rosa roja florecería más roja 
y más blanca la blanca. 

¡De su boca saldría una rosa muy roja 

y de su corazón una muy blanca! 
Pues, ¿quién puede decir de qué extraña manera 
Cristo saca a la luz Su voluntad 
desde que el cayado estéril que portó el peregrino 
floreciera a la vista del gran Papa? 

Pero ni a la nívea rosa blanca ni a la roja 

es permitido florecer en el aire de la prisión; 
pedazos de loza, guijarros, pedernal 
es lo que aquí nos dan: 
pues sabido es que las flores pueden restañar 
del desaliento al común de las gentes. 

Por eso, jamás la rosa roja ni la blanca 

caerá pétalo a pétalo 
en ese barro, esa arena 
junto al horrible muro de la cárcel, 
para decir a quienes dan pesadamente vuelta por el patio 
que el Hijo de Dios murió por todos. 



Y, sin embargo, aunque el horrible muro 

lo cerca por cada lado 
y un espíritu no puede caminar de noche 
cuando se halla aherrojado, 
y puede sólo llorar cuando yace 
en tierra no consagrada, 

está en paz -este hombre desgraciado-, 

en paz, o pronto lo estará: 
nada hay que ya pueda enloquecerle, 
ni camina el Terror a mediodía 
porque la tierra oscura en que yace 
no tiene ni Sol ni Luna. 

Como a bestia lo colgaron; 

ni hubo siquiera un réquiem 
que tal vez trajera paz 
a su alma sobrecogida. 
Apresuradamente lo sacaron 
y lo escondieron en un hoyo. 

Los guardias lo desnudaron, 

lo entregaron a las moscas: 
se mofaron de la garganta grana e inflamada, 
y de los ojos que miraban rígidos. 
Entre risotadas le echaron el sudario 
en el que yace el convicto. 

El Capellán no se arrodilló a rezar 

junto a su tumba deshonrada: 
ni la marcó con esa Cruz bendita 
que Cristo dio a los pecadores, 
pero era el hombre de aquéllos 
por quienes Cristo descendiera. 

Pero todo está bien; solamente ha llegado 

hasta el límite que la vida ha fijado 
y lágrimas extrañas llenarán para él 
esa urna de piedad tanto tiempo destrozada. 
Quienes por él están desconsolados serán parias 
y los parias jamás hallan consuelo. 

V 


No sé si son Leyes justas 

o Leyes equivocadas; 
sabemos quienes estamos en la cárcel 
que el muro es muy poderoso, 
y que cada jornada es como un año 
de interminables días. 

Pero hay algo que sé; sé que toda Ley 

que los hombres han concebido para el Hombre, 
desde que el primero quitara la vida al hermano 
y así el triste mundo comenzara, 
desecha el trigo y la paja retiene 
con los aventadores más perversos. 

Y esto también sé -y sabio sería 

que todos lo supiéramos- 
que cada prisión que los hombres erigen 
está construida con ladrillos de vergüenza 
y cercada con rejas no sea que Cristo pueda ver 
cómo los hombre mutilan a sus hermanos. 

Con barrotes ocultan la luna clemente 

y ciegan el sol bienhechor: 
y bien hacen escondiendo tal Infierno 
pues allí se cometen tales actos 
que ni Hijo de Dios ni hijo de hombre 
jamás debería contemplar. 



Los actos más viles, cual hierbas venenosas 

crecen lozanos en el aire de la prisión. 
Sólo aquello que en el hombre es bueno 
allí se arruina y se marchita: 
la pálida angustia guarda el pesado portal 
y el guardián es la desesperación. 

Hambrean al niño aterrado 

hasta que llora noche y día; 
azotan al débil y flagelan al necio; 
se mofan del viejo ceniciento 
y algunos enloquecen, y todos se malogran 
y nadie puede pronunciar palabra. 

Cada celda angosta que habitamos 

es una oscura letrina maloliente 
y cada apertura que cierran las barras 
es fétido aliento de Muerte viviente; 
y todo, menos la lascivia, se reduce a polvo 
en la máquina Humana. 

El agua salobre que bebemos 

lleva una baba nauseabunda 
el pan amargo que en las balanzas pesan 
está lleno de cal 
y el sueño no se acuesta jamás, camina 
con ojos desorbitados y llora al Tiempo. 




Pero aunque el Hambre magro y la verde Sed 

luchan como víbora con áspid, 
poco nos interesa la pitanza carcelaria; 
porque aquello que enfría y mata por completo 
es que cada piedra levantada de día 
se torna en corazón de noche. 

Con la medianoche siempre en el corazón 

y el crepúsculo en la celda 
damos vuelta el manubrio o desgarramos la cuerda 
cada uno en su Infierno separado. 
Y es más terrible el silencio 
que el estrépito de cínica campana. 

Jamás se acerca voz humana 

para decir una palabra amable: 
y el ojo que por la puerta espía 
es duro, sin misericordia. 
De todos olvidados nos pudrirnos 
con cuerpo y alma mancillados. 

De tal modo herrumbramos la cadena de la Vida, 

solitaria, degradada, 
Y algunos hombres maldicen y otros lloran; 
los hay que no profieren lamento. 
Pero la eterna Ley de Dios es bondadosa 
y rompe también el corazón de piedra. 




Y todo corazón que se destruye 

en la celda o en el patio de la prisión 
es igual que esa caja destruida 
que rindió sus tesoros al Señor 
y que llenó la casa impura del leproso 
con la fragancia del nardo más preciado. 

¡Oh! Felices son los corazones que se rompen 

y ganan la paz que da el perdón. 
¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida 
y purificar su alma del Pecado? 
¿Cómo si no por destrozado corazón 
puede Cristo Señor hallar su ingreso? 




Y aquél de la inflamada y púrpura garganta, 

el de los ojos desorbitadas 
aguarda las manos sagradas 
que llevaron Ladrón al Paraíso. 
Y un destrozado corazón contrito 
el Señor no habrá de despreciar. 

El hombre que vestido de rojo lee la Ley 

otorgóle tres semanas de vida, 
tres semanas cortas solamente para restañar 
su alma de todas sus contiendas 
y limpiar de cada mancha de sangre 
la mano que sostuvo el puñal. 

Y con lágrimas de sangre limpió la mano 

que sostuvo el acero, 
pues tan sólo la sangre sangre limpia 
y tan sólo las lágrimas restañan; 
y aquella roja sangre que fuera de Caín 
tornóse en níveo sello de Jesús. 

VI 


En la Cárcel de Reading, junto a la ciudad de Reading 

se encuentra un pozo de vergüenza 
en el que yace un desgraciado 
por dientes de fuego devorado. 
Yace en mortaja llameante 
y está su tumba sin nombre. 

Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos, 

que en silencio descanse. 
No es necesario gastar lágrimas necias 
o entregarse a suspiros profundos: 
el hombre había matado lo que amaba 
y tenía que morir. 

Y todos matan lo que aman, 

que todos oigan esto; 
algunos lo hacen con mirada torva 
otros con la palabra halagadora, 
el cobarde lo hace con un beso, 
¡con la espada el valiente! 


OSCAR WILDE




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