“Las armas deben reservarse para el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten”, sostenía Maquiavelo. Después de su strip-tease represivo de febrero, pareciera que Nicolás Maduro ha leído mucho Che Guevara y muy poco al estratega florentino. O tal vez piense que ha llegado ya al último lugar.
El presidente venezolano no se ahorró ningún recurso para atemorizar a los jóvenes manifestantes venezolanos y convencerlos, por la fuerza, de que abandonen la calle. Incapaz de resolver sus demandas concretas, el mandatario optó por el modus operandi de los dictadores para intentar garantizarse una paz a la cubana, en medio de una debacle económica y una incontenible epidemia criminal que auguran cada vez mayor descontento y protestas.
El Gobierno desplegó todas las fuerzas policiales, la Guardia Nacional, la Guardia del Pueblo y el Sebin (inteligencia). Además echó mano de los autodenominados “colectivos”, grupos de choque que han actuado en cooperación con la Guardia, especialmente después de que les ordenara salir a defender la revolución.
Se han usado aviones Sukhoi para intimidar a los combativos muchachos de San Cristóbal y tanques por docenas, como si la Guardia Nacional estuviera combatiendo a terroristas de Al Qaeda y no a veinteañeros armados, como mucho, con piedras y cócteles molotov. Día tras día, la policía y los militares han prodigado una incesante lluvia de gases tóxicos, aunque su uso en el control de disturbios está expresamente prohibido por la Constitución venezolana, igual que el de armas de fuego como las que han segado la vida de varias personas.
Maduro ordenó el arresto del dirigente opositor Leopoldo López —ya sabemos cómo funciona la obediente justicia venezolana—, su primer gran preso político, y una verdadera razia contra los manifestantes, en la que han caído numerosos periodistas y algunos desafortunados curiosos. Más de mil detenidos en un mes. Un récord que supera los de la ola de saqueos de 1989, conocida como “El Caracazo”.
Desde el inicio de las protestas, y seguramente para evitarnos la “zozobra”, el presidente ha ofrecido un nutrido festival de censura que incluyó la salida del canal internacional NTN24, amenazas a la agencia France Presse, un día de bloqueo a Twitter, la expulsión y vejación de la principal presentadora de CNN en español y ataques a más de 70 periodistas venezolanos y extranjeros (cuatro al día, en promedio). Además de desvaríos y mentiras olímpicas de miembros de su Gobierno que consumirían esta página completa. Baste una anunciada por la televisión oficial: la captura de ocho terroristas internacionales buscados por Interpol que acabaron siendo una fotorreportera italiana y un transeúnte portugués.
Hemos visto —no por televisión, obviamente, sino por YouTube o Twitter— brutalidad policial y abusos sin fin. Cabezas pateadas por pesadas botas negras, mujeres golpeadas con cascos en la cara por negarse a entregar sus móviles, huesos triturados por tacones militares, ojos reventados por bombas lacrimógenas, cráneos fracturados por fusiles y hermosos rostros desfigurados por descargas de perdigones a quemarropa, como el de Geraldine Moreno, que no sobrevivió al encuentro con la “gloriosa” Guardia Nacional, como la llamó Maduro poco después de su muerte.
Un voluminoso catálogo de atropellos e irregularidades, seguido de excesos judiciales, documentados por diversas ONG de derechos humanos, que han inflamado aún más a los manifestantes. Solamente el Foro Penal Venezolano ha denunciado 40 escalofriantes casos de torturas y tratos crueles e inhumanos. Un derroche de saña y odio desconocido para dos generaciones.
¿Por qué Maduro decidió cazar pájaros con misiles? ¿Por qué no intentó sofocar las protestas a la manera de su aliada, Dilma Rousseff, presidenta de Brasil? En principio, los universitarios, acosados por la delincuencia en sus centros de estudio, donde han robado salones de clase completos, solo demandaban seguridad y la liberación de dos jóvenes detenidos en una manifestación en San Cristóbal.
¿Por qué no atendió el legítimo reclamo? ¿Acaso le convenía escalar las protestas que han arrojado 23 muertos, de distinto signo político, y más de 300 heridos? ¿Por qué muestra esas garras ahora, cuando aún no cumple un año en la presidencia? ¿Hubo sectores en eso que llama Dirección Político-Militar de la revolución interesados en que cruzara esa línea? ¿Quizá su poderoso socio militar, el capitán Diosdado Cabello, exgolpista y jefe de la Asamblea Nacional, tan empeñado en hacerle sombra?
¿Es realmente el presidente un títere de Cuba dispuesto a asumir el coste político —y tal vez legal— de la violación de derechos humanos? ¿A quién va dirigida su demostración de fuerza, solo a la oposición?
Un hecho determinante en el trágico final de la protesta pacífica del 12 de febrero no ha sido suficientemente aclarado. De no haber sido por los disparos de agentes del Servicio de Inteligencia Nacional (Sebin) —que mataron a dos personas cuando la marcha convocada por López había concluido—, no hubiera habido otro muerto más esa noche, 23 heridos y 30 detenidos. Cinco días después, Maduro señaló que los funcionarios incumplieron sus órdenes de acuartelarse ese día. Si es cierto, ¿a quién obedecían entonces? ¿O es que tan solo tenían sed de matar? Todos estos días han transcurrido en esa misma oscuridad.
El cinismo, las mentiras, la criminalización de las protestas y de los manifestantes, la vileza de negar o minimizar las violaciones a los derechos humanos antes de investigar y, por último, la brutalidad judicial con que se castiga a los detenidos han provocado una honda arrechera: esa indignación extrema tan venezolana que durante un mes el Gobierno se ha dedicado a alimentar con gran esmero.
Sin duda, se ha producido una profunda falla telúrica en Venezuela. Con febrero se ha ido lo poco que quedaba de democracia, más allá del puro ejercicio electoral.
Tras un mes de incesantes protestas y dura represión, la dirigencia opositora —afectada con la persecución política contra López y su partido— tiene por delante el reto de encauzar esa indignación, que por momentos parece haberles desbordado; retomar una sola línea de acción y ofrecer esperanzas a esos jóvenes escépticos, que se sienten exiliados en su propio país y por eso luchan con tanto coraje.
Han hecho bien en condicionar el diálogo con el Gobierno conscientes de que las revoluciones no dialogan, se imponen.
La poca legitimidad que tenía el presidente para la mitad de la población que votó por la oposición se ha desvanecido completamente. Para esos millones de venezolanos, Maduro es hoy un esbozo bastante acabado de dictador. No un hombre fuerte. Nunca lo será. Más bien un hombre débil, necesitado de la fuerza para infundir miedo en un contexto que augura calles más calientes. Uno de mirada insegura, por más que se empeñe en rugir.
Probablemente por eso se ha valido de los temibles “colectivos”, tan parecidos a los Tonton Macoute haitianos, a los Batallones de la Dignidad panameños, a las Brigadas de Respuesta Rápida castristas. Pero sabe que la represión no resolverá los graves problemas de Venezuela.
El país podrá estar divido políticamente, pero no en la pérdida de calidad de vida. Todos padecen por igual la inseguridad, la escasez, la inflación, la devaluación y la crisis hospitalaria. No por diversión suenan las cacerolas en los barrios, donde los muchos descontentos todavía no se atreven a protestar por las amenazas de los paramilitares.
Atrapado en sus clichés ideológicos y asesorado por los cubanos, Maduro está condenado a fracasar como presidente. No solo arrastra una economía disfuncional y un pesado legado de corrupción, sino que se ha atado al mismo Gabinete hipertrófico que condujo a la nación con las mayores reservas de petróleo a la catástrofe económica.
Quizá por eso se ha precipitado a usar la represión antes que otros medios. Tal vez, en el fondo, piensa que es la única manera de gobernar a los insumisos venezolanos en medio de tanta ineficacia. Sin embargo, Nicolás Maduro corre el riesgo de fracasar también como dictador. Paradójicamente, se ha metido en una olla a presión en la que se cocina mientras hay gente en su entorno que parece interesada en avivar el fuego.
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