Hay algo muy
especial en la sonrisa de Nelson Mandela. Es honesta y pura, llena de tranquila
compostura. No hay ni una sola línea en su rostro que pudiera sugerir algo frío
o cruel. Y sin embargo, encarna la convicción y fortaleza de carácter de un
hombre que ha llevado a su pueblo a la libertad.
Él estaba
lleno de confianza cuando nos encontramos en Tokio una tarde de Julio de 1995.
Era nuestro segundo encuentro, hacía poco más de un año había sido elegido
presidente de Sudáfrica. Parecía haberse vuelto más fuerte y sabio con el paso
del tiempo, como un árbol fuerte y profundamente arraigado que continúa
creciendo incesantemente. Su porte ofrecía una prueba viviente de que, en
posiciones elevadas, la gente pequeña se hace aún más pequeña, y las grandes personas
se hacen aún más grandes.
El “criminal
peligroso” que había estado detenido 27 años por alta traición había emergido
de la prisión para convertirse en presidente de su país. El simbolizaba el
hecho de que la justicia, que había estado encerrada durante tantas décadas,
por fin volvía a reinar en Sudáfrica.
A lo largo
de nuestra conversación, su humor y su sonrisa nunca se desvanecieron. Aún en
prisión, él era un maestro en el arte de usar el humor para mantener la moral
de sus compañeros.
La
intensidad y la magnitud de su lucha superan la imaginación. Su encarcelamiento
se extendió por más de veintisiete años y medio, más de diez mil días. Cómo el
mismo ha dicho: “Las prisiones de Sudáfrica intentaban paralizarnos para que
nunca más tuviéramos la fortaleza y el coraje para perseguir nuestros ideales”.
Uniformes en
la Isla Robben, la prisión de máxima seguridad para prisioneros políticos en
Sudáfrica, fue elegida deliberadamente para arrebatarles a los prisioneros su
dignidad. A algunos prisioneros se le daba ropa enorme y holgada, mientras a
otros debían usar ropa tan pequeña que hacía que hombres adultos se vieran como
niños. La comida no era apta para consumo humano y la ropa de cama, meramente
sábanas finas como papel, proveían escasa protección contra el frío del
invierno. Los prisioneros eran despertados antes del amanecer para comenzar una
larga jornada de trabajos forzados, que en ocasiones consistía en construir sus
propias celdas. De nuevo en su celda solitaria, con solo 3 pasos de pared a
pared, el tiempo pasaba agónicamente lento, y Mandela recuerda: “una hora
parecía un año”.
Aún bajo
estas infernales condiciones, Mandela logró estudiar y animaba a los otros
prisioneros a compartir sus conocimientos con los demás y a debatir sus ideas.
Las conferencias se organizaban en secreto y la prisión llegó a ser conocida
como la “Universidad Mandela”.
Mandela
nunca cedió en sus esfuerzos por cambiar las percepciones erróneas y crear
aliados entre las personas a su alrededor. Eventualmente, su espíritu indómito
se ganó el respeto incluso de los guardianes de la prisión.
Por lejos,
el más cruel tormento que tuvo que soportar fue la incapacidad para cuidar de
su familia o protegerlos de la persecución de las autoridades. El hogar de
Mandela fue atacado e incendiado, su esposa fue repetidamente hostigada,
arrestada y brutalmente interrogada. Mandela estaba en prisión cuando se enteró
que su madre había muerto de un ataque al corazón. Se sintió lleno de un
inmenso dolor al pensar que ella había muerto aún preocupada por su seguridad,
como lo había hecho a través de sus largos años de lucha por la libertad y la
dignidad. Poco después, le dijeron que su hijo mayor había muerto en un muy
sospechoso “accidente” automovilístico. Esto fue demasiado duro de soportar,
aún para Nelson Mandela. Lloraba solo, durante toda la noche.
Sin embargo,
a lo largo de todos esos años, él se negó a abandonar sus esperanzas. En 1978,
habiendo transcurrido 17 años en prisión, finalmente pudo tener un encuentro
directo con su hija Zeni. Se había casado con un príncipe de Suazilandia,
ganando así el privilegio diplomático de un encuentro cara a cara, sin las
gruesas paredes y el pesado vidrio que los había estado separando.
Zeni llevaba
a su hija recién nacida consigo. Abrazando a su hija, Mandela sintió una fuerte
carga emotiva: la última vez que había podido abrazar a su hija ella era tan
pequeña como lo era ahora su nieta. Durante su visita, mantuvo a su nieta en
sus brazos. Como él escribió después: “Sostener en brazos a un bebé recién
nacido, tan suave y vulnerable, en mis manos ásperas, manos que solamente había
sostenido picos y palas por demasiado tiempo, fue una profunda dicha. No creo
que un hombre haya estado nunca tan feliz por sostener a un bebé como yo lo fui
ese día”.
Zeni le
preguntó cómo nombrar a la niña. El eligió Zaziswe, “Esperanza”. La esperanza
había sido su constante compañía por largos años, el amigo que había
permanecido fiel a su lado en prisión. Viendo a su nieta, pensó en el futuro y
cómo, cuando ella creciera, el apartheid sería un recuerdo lejano; en un país
sin distinción de blancos y negros, donde todas las personas vivieran en
igualdad y armonía. Pensó en ella y su generación caminando orgullosamente y
sin miedo bajo el sol de la libertad. Con esos pensamientos surcando su mente,
el nombró a la pequeña beba “Esperanza”.
Cuando el
Presidente Mandela y yo nos encontramos por primera vez en 1990, le propuse
organizar una serie de programas para informar al público japonés acerca de la
realidad del apartheid y promover la educación en Sudáfrica. El Presidente Mandela aceptó mi propuesta con
sincero entusiasmo. Su secretario, Ismail Meer, dijo que esa oferta de
intercambio cultural era un bienvenido reconocimiento de los africanos como
seres humanos. Dijo que esto mismo es lo que se les había negado en Sudáfrica,
donde habían sido sujetos a la indignidad de ser registrados como “negros”. Sus
palabras pusieron un nuevo y conmovedor foco sobre el sufrimiento que ellos
habían soportado.
La tendencia
a etiquetar a las personas no es exclusiva de Sudáfrica. Tales actitudes
prejuiciosas son la raíz de los abusos a los derechos humanos en todo el mundo.
Al agrupar a las personas en categorías, nuestra habilidad para imaginar sus
pensamientos y sentimientos se atrofia. Ya no podemos ponernos en su lugar.
Dejamos de reconocerlos como individuos, como nuestros prójimos seres humanos.
Ellos están ahí, frente a nosotros, pero no los vemos.
África no es
un “Continente Negro”. La oscuridad fue traída desde afuera. África no es un
continente pobre. Fue empobrecido por la explotación rapaz. No es un continente
subdesarrollado. Su natural desarrollo fue impedido, como una persona a la que
se le han cortado los brazos y las piernas.
Conociendo
esta historia, el mundo debiera unirse por derecho en un esfuerzo por convertir
a África, una tierra de gran sufrimiento, en una tierra de gran felicidad. Por
los miembros de nuestra misma familia humana que está sufriendo, ellos se han
comprometido en una lucha por la dignidad humana.
“La lucha es mi vida”. Fiel a su convicción,
en 1962 Mandela transformó incluso el recinto en el que estaba siendo juzgado
en un campo de batalla de ideas valientemente articuladas y elocuentes demandas
de justicia. De pie ante el juez, él reclamó que el derecho a votar se
extendiera a todos los sudafricanos. Declaró: “No me considero legal ni
moralmente obligado a obedecer leyes emitidas por un parlamento en el que no
tengo representación”.
Desde el
interior de su celda, Mandela continuó inspirando a las personas de Sudáfrica.
Aunque no era capaz de comunicarse con ellos, pero su mera existencia era
motivo de esperanza. El sol continúa brillando, sin importar cuan gruesas son
las nubes que intentan oscurecerlo.
El mundo
dejó constancia de su disgusto por el apartheid y su apoyo hacia aquellos que
se resistían a él a través de sanciones económicas y boicots culturales y
deportivos. Sintiendo esta presión, el gobierno sudafricano extendió en varias
ocasiones la oferta de libertad anticipada. Mandela rechazó sistemáticamente
estas ofertas, que habrían comprometido la integridad del movimiento. Se negó a
aceptar su propia libertad mientras el país entero no la hubiese conseguido.
Para él, toda Sudáfrica era una prisión.
El día de su
libertad, el 11 de Febrero de 1990, Mandela se dirigió a una reunión en Ciudad
del Cabo. Respondiendo al caluroso entusiasmo de la multitud, dijo:
“Estoy aquí
parado no como un profeta, sino como un humilde servidor de ustedes, el pueblo.
Sus incansables y heroicos sacrificios han hecho posible que yo esté aquí hoy.
Por lo tanto, pongo los años restantes de mi vida en sus manos”.
El
Presidente Mandela soñó con una tierra no gobernada por negros ni blancos, sino
en una “nación arcoíris” en la que todas las personas disfrutaran del mismo
trato. Dijo: “Es un ideal por el que espero vivir y que espero alcanzar. Pero
si es necesario, es un ideal por el cual estoy preparado para morir”.
La primeras
elecciones no raciales de Sudáfrica, abiertas a todos los ciudadanos, fueron
celebradas en Abril del 1994. Cuando Nelson Mandela se dirigía a la cabina de
votación, el rostro de todos los que habían muerto para que llegara ese momento
pasaron por su mente, uno tras otro. Hombres, mujeres, niños, habían dado su
vida para que él y sus compatriotas sudafricanos pudieran estar ahí ese día.
“No fui solo a esa mesa de votación ese 27 de Abril; yo estaba emitiendo mi
voto con todos ellos”.
Nadie puede
enseñarnos mejor acerca del profundo significado de la libertad que este hombre
que ha pasado la mitad de su vida adulta en prisión. La esencia de la libertad
se encuentra en una convicción inamovible. Solo son realmente libres aquellos
que viven fieles a sus convicciones, cuya fe interior les permite elevarse por
encima de las cadenas de cualquier situación. Como dice el Presidente Mandela:
“Ser libre no es meramente deshacerse de las propias cadenas, sino vivir
respetando y mejorando la libertad de los demás”.
La lucha que
el Presidente Mandela ha llevado a cabo para terminar con el apartheid, su lucha por los derechos humanos de todos,
es en realidad la lucha de toda la humanidad. Esta lucha es el verdadero
espíritu de la dignidad humana.
Artículo
publicado en:
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Daisaku
Ikeda es un líder budista, promotor entusiasta de la paz, escritor, poeta,
educador y fundador de varias instituciones dedicadas a fomentar la cultura, la
educación y los estudios sobre la paz alrededor del mundo.
En su
calidad de tercer presidente de la Soka Gakkai (sociedad consagrada a la
creación de valor) y de fundador de la Soka Gakkai Internacional (SGI), Daisaku
Ikeda ha inspirado el desarrollo de una de las asociaciones budistas laicas de
índole internacional más grande y diversa del mundo. El movimiento de la SGI,
basado en la filosofía del budismo de Nichiren de setecientos años de
antigüedad, está dedicado a fortalecer al ser humano y a fomentar en los
individuos un sentido de compromiso social que conduzca al florecimiento de la
paz, la cultura y la educación.
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