domingo, 6 de abril de 2014

MENSAJE SIN DESTINO - Antonio Sánchez García


El curso de la historia, hasta hoy turbulento e irrefrenable, no ha parado mientes en imperativos categóricos ni principios morales. La ética no ha sido obstáculo ni alcabala para las fuerzas motrices del avance -o los retrocesos- que han tenido lugar a lo largo de estos milenios civilizatorios. Lo señaló con su asombrosa, profunda y enciclopédica lucidez Georg Wilhelm Friedrich Hegel, uno de los más grandes pensadores alemanes, a quien se deben glorias y quebrantos ocurridos bajo el influjo de su sistema de ideas durante los últimos dos siglos. Como que algunos le achacan - justa o injustamente - haber dado a luz al marxismo y los terrores del Gulag, y haber concebido asimismo al nacionalsocialismo y los horrores de Auschwitz. Ser el partero de la izquierda revolucionaria, con su Fenomenología del Espíritu y su Lógica, de los que bebieron Marx y Lenin para montar su materialismo dialéctico y su escatología de la lucha de clases, y del conservadurismo más implacable, con su Filosofía del Estado y del Derecho. ¿Qué podía esperarse de quien consideraba que la existencia y el poder absoluto del Estado eran la culminación del desarrollo del espíritu universal sino el estatismo esclavizador e implacable del que hicieran gala hitlerianos y estalinistas?

No ha sido, sin embargo, la ruta ciega hacia el Estado, sino el ascendente y escarpado camino hacia la Libertad el que, muy por el contrario, ha permitido el avance de las sociedades hacia los regímenes democráticos que lograron derrotar al monstruo bicéfalo parido por Hegel. E indisolublemente adherido a los afanes libertarios, la reproducción material de la sociedad gracias al natural desarrollo de la economía de mercado. Que no le ha pedido permiso a la filosofía para crear los mecanismos sociales surgidos, a trancas y barrancas, para permitir la generación de riqueza y el libre intercambio de las mercancías, producidas por el hombre para permitir su sobrevivencia material. Pues tampoco fueron los imperativos categóricos kantianos o cálculos de enfebrecida metafísica los que crearon las fuerzas del mercado. Como lo han explicado con meridiana claridad von Mises y Hayek, han sido las estrictas necesidades históricas las que han ido conduciendo al hombre hasta el capitalismo y el libre mercado. Así haya sido pasando por conmociones feroces, traumas inenarrables y períodos de tenebrosa oscuridad. No ha sido la democracia la que ha creado las fuerzas del libre mercado. Ha sido el libre mercado el que ha creado las fuerzas -y la necesidad- de la democracia. Y aún cuando también sea cierto que no puede haber democracia sin libre mercado, sí puede haber libre mercado sin democracia. Sucede cuando por razones que no es del caso analizar en este contexto, las fuerzas políticas e institucionales dominantes se ven amenazadas por la destrucción del sistema mismo. Lo obvio es que bajo un régimen dictatorial de corte marxista leninista, sea castrista, maoísta o como quiera llamársele, no habrá ni democracia ni mercado. Es la amenaza inminente que acecha a la sociedad venezolana, como ha quedado demostrado durante estos días de saqueos y cristales rotos. No por azar conmemorativos del septuagésimo aniversario de la Kristal Nacht hitleriana, cuando el odio desatara la furia contra negocios y sinagogas de la ilustrada judería alemana.

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La moral, llevada al ámbito universal de las instituciones, se ve enmarcada por las leyes y el sistema jurídico que la instituye. Y en el ámbito individual, el de los usos y costumbres, por el hogar, la familia, la escuela, la religión que la preservan y consolidan. Hay quienes exigen subordinar la empresa y la vida económica a dichos usos y costumbres. Pero toda determinación al respecto, que no sea estatuida y normada por las leyes, queda al libre arbitrio de la voluntad de los actores. En rigor, el principio moral de la empresa comienza por obedecer las leyes del mercado y actuar con la mayor transparencia y el más óptimo rendimiento para servir al enriquecimiento general. La moral empresarial termina donde la aplicación del deseo atenta contra el objetivo principal del rendimiento.

Resulta obvio que en el caso de Venezuela, la moral y la ética han desaparecido de las consideraciones institucionales, normativas y legales. Y se encuentran en vías de desaparecer del universo privado. En primer lugar, porque el objetivo prioritario de los factores que detentan el Poder es aniquilar el mercado y su marco político institucional: La democracia. Con su consecuencia más directa: El empobrecimiento general y la subordinación de todos los factores sociales y económicos a la implacable y omnímoda hegemonía empobrecedora del Estado. Habiéndose reducido el Estado, asimismo, a la fracción que lo ha usurpado, ha cesado en sus funciones reguladoras del equilibrio del conjunto de las fuerzas sociales que le dieran origen para transformarse en el instrumento de la brutal dominación, represión y sometimiento del conjunto social al servicio de los propósitos y ambiciones totalitarias de la autocracia militarista reinante. En connivencia con nuestras fuerzas armadas y los invasores cubanos, a los que aquellos les han abierto los portones de la República en brutal y descarada contravención y traición de sus obligaciones constitucionales.

La moral pública se ha reducido a los principios que los detentores del poder consideren adecuados al mantenimiento de su Poder y la consolidación de la satrapía. Han dejado de ser imperativos categóricos universales para convertirse en el código de sometimiento del conjunto social por una camarilla militar tras sus objetivos de empobrecimiento general y enriquecimiento grupal. Una aberración de incalculables proporciones y nefastas consecuencias para el ulterior desarrollo de nuestra Nación. Que para su supervivencia requiere travestirse con los formalismos democráticos y los rituales electoreros y plebiscitarios. No hacerlo, llevaría a los actuales detentores del poder a mostrarse en su brutal barbarie antropofágica. El mundo civilizado no lo aceptaría de buen grado, pues va contra los usos y costumbres de la convivencia democrática entre las naciones. Así se viera obligado a callar y cerrar los ojos llevado por el principio del interés nacional.

Valga este largo exordio para explicar las razones del por qué la moral y la ética, tanto en el ámbito de lo público como de lo privado, han sido las primeras víctimas del caudillismo autocrático, dictatorial y militarista reinante. La corrupción no es un derivado, un subproducto indeseable de este sistema: Es su fuerza intrínseca, motriz, ductora. Sin corrupción no hay chavismo. Como lo sabemos por la experiencia histórica: Ni Mussolini ni Hitler, ni muchísimo menos Perón ni ninguno de los caudillos autocráticos que en el mundo han sido, prescindieron del uso de la corrupción para montar sus sistemas de interdependencia. Es la explicación de la farsa a la que han sido reducidas las instituciones civiles encargadas de la justicia y la fiscalización de la vida social republicana. Y la escandalosa decadencia en que han venido a parar nuestras instituciones democráticas: Las fuerzas armadas, en primerísimo lugar, pues debieran ser los garantes de nuestra sobrevivencia como República, y los órganos de justicia, la Fiscalía, la Contraloría, el Parlamento. El aceite que los ha imbricado indisolublemente al sistema de poder ha sido el saqueo abierto y consentido. Por todo ello, Venezuela se encuentra hundida en el abismo de la violencia, la corrupción y el desfallecimiento institucional. Ha dejado de existir como nación independiente, libre, autónoma y democrática. La corrupción y su antípoda, la moral, son nuestras piedras de tranca.

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Una nación no cae a estas honduras de la disolución, la disgregación, la corrupción, la anarquía y el caos de un día al otro. Lo hace cuando sus fundamentos éticos y morales, su conciencia de nación, su identidad nacional, constitutivos de la médula de su sociedad civil y materia nutricia de su vida institucional, no se encontraban suficientemente asentados, internalizados e incorporados a su tesitura existencial. Pues en rigor, si bien el actual cuadro de decadencia es producto de una dramática y cualitativa aceleración de sus peores atavismos, se encontraba larvado y a la espera de su exponencial desarrollo como para haber propiciado el triunfo y ascenso del golpismo militarista, disgregador y entreguista puestos al día por el ascenso del chavismo castrocomunista al Poder de la República. El último, más perverso y auto mutilador de sus bicentenarios procesos histórico políticos. Tanto más grave, cuanto que fracturó de manera aviesa y criminal, aunque con la insólita colaboración de la estulticia nacional, el proceso de construcción de identidad democrática más fructífero de nuestra historia republicana: Los cuarenta años de democracia vividos, con los dramáticos altibajos de su último decenio de transición al horror, desde el 23 de enero de 1958.

El dramático y escéptico llamado de auxilio de Mario Briceño Iragorri escrito en su Mensaje Sin Destino hace sesenta y tres años, mantiene su plena vigencia: Venezuela sigue hundida en su "crisis de pueblo". Hoy más carente de conciencia histórica que a mediados del siglo XX. Un caso de brutal regresión histórico cultural que explica los flagrantes casos de desaforado enriquecimiento ilícito, corrupción desenfrenada y saqueo del erario jamás cometido a estas escalas y dimensiones de miles y miles de millones de dólares en nuestra historia republicana.

Ese llamado, cuya lectura recomiendo de manera imperativa a nuestra joven dirigencia, que tendrá la misión histórica de llevar adelante la cruzada moral sin la cual no es imaginable la reconstrucción de los signos vitales de nuestra maltrecha nación, debe internalizarse en todas las conciencias de bien que sobreviven en nuestra patria. Aligera nuestra pesadumbre saber que esas conciencias de bien ya constituyen una mayoría nacional. Nuestro objetivo ha de ser convertirlas en una auténtica unanimidad nacional. O pereceremos.


ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA
Fuente: El Nacional 20 DE NOVIEMBRE 2013



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