Lo que caracteriza a los sistemas democráticos es que no determinan de antemano quiénes son moralmente dignos de disfrutar de sus garantías y derechos, sino que acepta a cuantos asumen las reglas legales del juego político compartido. No hay demócratas “buenos”, “revolucionarios”, “aceptables” (es decir, que piensan como yo) y otros que no lo son (o sea que piensan de otro modo): sólo hay ciudadanos que asumen las reglas básicas de la democracia y a partir de ahí piensan y deciden como les parece. Precisamente la democracia sirve para eso: para que los adversarios políticos no se conviertan en enemigos de la Patria, en indeseables.
En el juego democrático nadie es indeseable. Todo el mundo es deseado. Y especialmente quienes piensan de modo disidente, porque ellos marcan los límites de la cordura de los demás.
Yo creo que hoy Venezuela necesita, además de muchas cosas materiales que lamentablemente escasean y son de primera necesidad, algo muy importante en el campo de la ideología o, si se prefiere, del espíritu. Y es una actitud íntimamente democrática, incluyente, que no deje a nadie fuera y que prefiera tolerar a desterrar.
El espíritu democrático —esto es muy importante— exige una capacidad de persuadir y una capacidad también de ser persuadido.
Quien pretende imponer sin razonar se sale del reglamento democrático; pero también cae fuera del juego democrático quien se niega a ser persuadido, quien considera una traición vergonzosa o un crimen escuchar las razones ajenas.
Quisiera para Venezuela, un país entrañable para mí y al que no deseo más que cosas buenas, una generación de demócratas capaces de exponer razones y de aceptar también razones ajenas: una generación democrática que se enorgullezca de no tener siempre y en exclusiva el monopolio de la razón, sino de reconocérsela a otros cuando sea el caso.
La democracia de los brazos abiertos, no la de los puños cerrados.
Fernando Sabater
Fuente: Prodavinci
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