Sé que se avecina una tormenta porque puedo mirar a lo lejos
y ver lo que sucede en el horizonte. Por supuesto, la luz ayuda: es el final
del atardecer, lo cual hace más nítido el contorno de las nubes. Veo también el
destello de los relámpagos.
Ni un solo ruido. El viento no está soplando ni más fuerte
ni más débil que antes. Pero sé que se acerca una tormenta, porque estoy
acostumbrado a mirar al horizonte.
Me detengo. No hay nada más emocionante o terrorífico que
mirar una tormenta que se aproxima. El primer pensamiento que se me ocurre es
ir a buscar cobijo, pero eso puede ser peligroso. El cobijo puede ser una
especie de trampa, pues de aquí a poco tiempo el viento empezará a soplar, y
puede que tenga fuerza suficiente como para arrancar tejados, derribar árboles,
destruir cables de alta tensión.
Recuerdo un viejo amigo que de niño vivió en Normandía, y
pudo presenciar el desembarco de las tropas aliadas en la Francia ocupada por
los nazis. No he olvidado sus palabras: “Me levanté, y el horizonte estaba
lleno de barcos de guerra. En la playa al lado de mi casa, los soldados
alemanes contemplaban la misma escena que yo. Pero lo que más me aterrorizaba
era el silencio. Un silencio total, que precede a un combate a vida o muerte.”
Y ese mismo silencio es el que me rodea. Y poco a poco es
sustituido por el murmullo, muy suave, de la brisa en los campos de maíz a mi
alrededor. La presión atmosférica está cambiando. La tormenta está cada vez más
cerca, y el silencio comienza a ser sustituido por el suave rumor de las hojas.
He presenciado muchas tormentas en mi vida. La mayor parte
me pilló por sorpresa, por lo que tuve que aprender, y muy rápidamente, a mirar
más lejos, a entender que no soy capaz de controlar el tiempo, a practicar el
arte de la paciencia, y a respetar la furia de la naturaleza. Las cosas no
siempre suceden como uno quiere, y más vale hacerse a la idea.
Hace muchos años, compuse una canción que decía “perdí el
miedo a la lluvia / pues la lluvia, al volver a la tierra, trae cosas del aire.”
Es mejor dominar el miedo. Ser digno de aquello que escribí, y entender que,
por muy malo que sea el vendaval, en algún momento pasará.
El viento ha aumentado de velocidad. Estoy en un campo
abierto, hay árboles en el horizonte que, por lo menos en teoría, atraerán los
rayos. Mi piel es impermeable, por muy empapada que tenga la ropa. Por lo
tanto, más vale disfrutar de esta vista, en lugar de salir corriendo en busca
de cobijo.
Pasa media hora. A mi abuelo, ingeniero, le gustaba
enseñarme las leyes de la física mientras nos divertíamos: “después de ver el
rayo, cuenta los segundos y multiplícalos por 340 metros, que es la velocidad
del sonido. Así sabrás siempre a qué distancia suenan los truenos”. Un poco
complicado, pero me acostumbré a hacerlo desde niño: en este momento, la
tormenta se encuentra a dos kilómetros de distancia.
Aún hay suficiente claridad para que pueda ver el contorno
de las nubes que los pilotos llaman CB, cumulonimbos, con su forma de yunque,
como si un herrero estuviese martilleando los cielos, forjando espadas para
dioses enfurecidos, que en este momento deben de estar sobre la ciudad.
Veo la tormenta que se aproxima. Como cualquier otra
tormenta, trae consigo destrucción, pero al mismo tiempo moja los campos, y la
sabiduría del cielo desciende junto con su lluvia. Como cualquier otra
tormenta, pasará. Cuanto más violenta sea, más rápido lo hará.
Gracias a Dios, aprendí a enfrentarme a las tormentas.
Paulo
Coelho
Mayo 2006
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