jueves, 30 de noviembre de 2017
miércoles, 29 de noviembre de 2017
LA ORACIÓN DE ANDRES BELLO
La Oración Por Todos
I
Ve a rezar, hija mía. Ya es la hora
de la conciencia y del pensar profundo:
cesó el trabajo afanador y al mundo
la sombra va a colgar su pabellón.
Sacude el polvo el árbol del camino,
al soplo de la noche; y en el suelto
manto de la sutil neblina envuelto,
se ve temblar el viejo torreón.
¡Mira su ruedo de cambiante nácar
el occidente más y más angosta;
y enciende sobre el cerro de la costa
el astro de la tarde su fanal.
Para la pobre cena aderezado,
brilla el albergue rústico; y la tarda
vuelta del labrador la esposa aguarda
con su tierna familia en el umbral.
Brota del seno de la azul esfera
uno tras otro fúlgido diamante;
y ya apenas de un carro vacilante
se oye a distancia el desigual rumor.
Todo se hunde en la sombra; el monte, el valle,
y la iglesia, y la choza, y la alquería;
y a los destellos últimos del día,
se orienta en el desierto el viajador.
Naturaleza toda gime: el viento
en la arboleda, el pájaro en el nido,
y la oveja en su trémulo balido,
y el arroyuelo en su correr fugaz.
El día es para el mal y los afanes.
¡He aquí la noche plácida y serena!
El hombre, tras la cuita y la faena,
quiere descanso y oración y paz.
Sonó en la torre la señal: los niños
conversan los niños
conversan con espíritus alados;
y los ojos al cielo levantados,
invocan de rodillas al Señor.
Las manos juntas, y los pies desnudos,
fe en el pecho, alegría en el semblante,
con una misma voz, a un mismo instante,
al Padre Universal piden amor.
Y luego dormirán; y en leda tropa,
sobre su cuna volarán ensueños,
ensueños de oro, diáfanos, risueños,
visiones que imitar no osó el pincel.
Y ya sobre la tersa frente posan,
ya beben el aliento a las bermejas
bocas, como lo chupan las abejas
a la fresca azucena y al clavel.
Como para dormirse, bajo el ala
esconde su cabeza la avecilla,
tal la niñez en su oración sencilla
adormece su mente virginal.
¡Oh dulce devoción que reza y ríe!
¡De natural piedad primer aviso!
¡Fragancia de la flor del paraíso!
¡Preludio del concierto celestial!
II
Ve a rezar, hija mía. Y ante todo,
ruega a Dios por tu madre: por aquella
que te dio el ser, y la mitad más bella
de su existencia ha vinculado en él;
que en su seno hospedó tu joven alma,
de una llama celeste desprendida;
y haciendo dos porciones de la vida,
tomó el acíbar y te dio la miel.
Ruega después por mí, más que tu madre
lo necesito yo… Sencilla, buena,
modesta como tú, sufre la pena,
y devora en silencio su dolor.
A muchos compasión, a nadie envidia,
la vi tener en mi fortuna escasa.
Como sobre el cristal la sombra, pasa
sobre su alma el ejemplo corruptor.
No le son conocidos…¡ni lo sean
a ti jamás! … los frívolos azares
de la vana fortuna, los pesares
ceñudos que anticipan la vejez;
de oculto oprobio el torcedor, la espina
que punza a la conciencia delincuente,
la honda fiebre del alma, que la frente
tiñe con enfermiza palidez.
Mas yo la vida por mi mal conozco,
conozco el mundo, y sé su alevosía;
y tal vez de mi boca oirás un día
lo que valen las dichas que nos da.
Y sabrás lo que guarda a los que rifan
riquezas y poder, la urna aleatoria,
y que tal vez la senda que a la gloria
guiar parece, a la miseria va.
Viviendo, su pureza empaña el alma,
y cada instante alguna culpa nueva
arrastra en la corriente que la lleva
con rápido descenso al ataúd.
La tentación seduce; el juicio engaña;
en los zarzales del camino, deja
alguna cosa cada cual: la oveja
su blanca lana, el hombre su virtud.
Ve, hija mía, a rezar por mí, al cielo
pocas palabras dirigir te baste;
“Piedad, Señor, al hombre que criaste;
eres Grandeza; eres Bondad; ¡perdón!
Y Dios te oirá que cuál del ara santa
sube el humo a la cúpula eminente,
sube del pecho cándido, inocente,
al trono del Eterno la oración.
Todo tiende a su fin: a la luz pura
del sol, la planta; el cervatillo atado,
a cervatillo atado,
a la libre montaña; el desterrado,
al caro suelo que lo vió nacer;
y la abejilla en el frondoso valle,
de los nuevos tomillos al aroma;
y la oración en alas de paloma
a la morada del Supremo Ser.
Cuando por mí se eleva a Dios tu ruego,
soy como el fatigado peregrino,
que su carga a la orilla del camino
deposita y se sienta a respirar;
porque de tu plegaria el dulce canto
alivia el peso a mi existencia amarga,
y quita de mis hombros esta carga,
que me agobia de culpa y de pesar.
Ruega por mí, y alcánzame que vea,
en esta noche de pavor, el vuelo
de un ángel compasivo, que del cielo
traiga a mis ojos la perdida luz.
Y pura finalmente, como el mármol
que se lava en el templo cada día,
arda en sagrado fuego el alma mía,
como arde el incensario ante la cruz.
III
Ruega, hija, por tus hermanos,
los que contigo crecieron,
y en un mismo seno exprimieron,
y un mismo techo abrigó.
Ni por los que te amen sólo
el favor del cielo implores;
por justos y pecadores,
Cristo en la cruz expiró.
Ruega por el orgulloso
que ufano se pavonea,
y en su dorada librea,
funda insensata altivez;
y por el mendigo humilde
que sufre el ceño mezquino
de los que beben el vino
porque le dejen la hez.
Por el que de torpes vicios
sumido en profundo cieno,
hace aullar el canto obsceno
de nocturna bacanal.
Y por la velada virgen
que en su solitario lecho
con la mano hiriendo el pecho,
reza el himno sepulcral.
Por el hombre sin entrañas,
en cuyo pecho no vibra
una simpática fibra
al pesar y a la aflicción.
Que no da sustento al hambre,
ni a la desnudez vestido,
ni da la mano al caído,
ni da a la injuria perdón.
Por el que en mirar se goza
su puñal de sangre rojo,
buscando el rico despojo,
o la venganza cruel.
Y por el que en vil libelo
destroza una fama pura,
y en la aleve mordedura
escupe asquerosa hiel.
Por el que surca animoso
la mar de peligros, llena;
por el que arrastra cadena,
y por su duro señor.
Por la razón que leyendo,
en el gran libro, vigila;
por la razón que vacila:
por la que abraza el error.
Acuérdate en fin, de todos
los que penan y trabajan;
y de todos los que viajan
por esa vida mortal.
Acuérdate aun del malvado
que a Dios blasfemando irrita.
La oración es infinita:
nada agota su caudal.
IV
¡Hija! reza también por los que cubre
la soporosa piedra de la tumba,
profunda sima adonde se derrumba
la turba de los hombres mil a mil:
abismo en que se mezcla polvo a polvo,
y pueblo a pueblo; cual se ve a la hoja
de que el añoso bosque Abril despoja,
mezclar
la suya otro y otro Abril.
Arrodilla, arrodíllate en la tierra
donde segada en flor yace mi Lola,
coronada de angélica aureola;
do helado duerme cuanto fue mortal;
donde cautivas almas piden preces
que las restauren a su ser primero,
y purguen las reliquias del grosero
vaso, que las contuvo, terrenal.
¡Hija! cuando tú duermes, te sonríes,
y cien apariciones peregrinas,
sacuden retozando tus cortinas:
travieso enjambre, alegre, volador.
Y otra vez a la luz abres los ojos,
al mismo tiempo que la aurora hermosa
abre también sus párpados de rosa,
y da a la tierra el deseado albor.
¡Pero esas pobres almas!…¡si supieras
que sueño duermen!… su almohada es fría;
duro su lecho; angélica armonía
no regocija nunca su prisión.
No es reposo el sopor que las abruma;
para su noche no hay albor temprano;
y la conciencia, velador gusano,
les roe inexorable el corazón.
Una plegaria, un solo acento tuyo,
hará que gocen pasajero alivio,
y de que luz celeste un rayo tibio
logre a su oscura estancia penetrar;
que el atormentador remordimiento
una tregua a sus víctimas conceda,
y del aire, y el agua, y la arboleda,
oigan el apacible susurrar.
Cuando en el campo con pavor secreto
la sombra ves, que de los cielos baja,
la nieve que las cumbres amortaja,
y del ocaso el tinte carmesí:
en las quejas de aura y de la fuente
¿no te parece que una voz retiña?
una doliente retiña?
una doliente voz que dice: “Niña,
cuándo tú reces, ¿rezarás por mí?”
Es la voz de las almas. A los muertos
que oraciones alcanzan, no escarnece
el rebelado arcángel, y florece
sobre su tumba perennal tapiz.
Más ¡ay! los que yacen olvidados
cubren perpetuo horror, hierbas extrañas
ciegan su sepultura; a sus entrañas
¡árbol funesto enreda la raíz!
Y yo también, (no dista mucho el día)
huésped seré de la morada oscura,
y el ruego invocaré de un alma pura,
que a mi largo penar consuelo dé.
Y dulce entonces me será que vengas,
y para mí la eterna paz implores,
y en la desnuda loza esparzas flores,
simple tributo de amorosa fe.
¿Perdonarás a mi enemiga estrella,
si disipadas fueron una a una
las que mecieron tu mullida cuna
esperanzas de alegre porvenir?
Sí, le perdonarás; y mi memoria
te arrancará una lágrima, un suspiro
que llegue hasta mi lóbrego retiro,
y haga mi helado polvo rebullir.
Andres Bello
martes, 28 de noviembre de 2017
CARTA A MIGUEL OTERO SILVA, EN CARACAS
Carta a Miguel Otero Silva, en Caracas (1948) de Pablo Neruda
Un viajero me trajo tu carta escrita con palabras invisibles, sobre su traje, en sus ojos.
Qué alegre eres, Miguel, qué alegres somos!
Ya no queda en un mundo de úlceras estucadas sino nosotros, indefinidamente alegres.
Veo pasar al cuervo y no me puede hacer daño.
Tú observas al escorpión y limpias tu guitarra.
Vivimos entre las fieras, cantando, y cuando tocamos un hombre, la materia de alguien en quien creíamos, y éste se desmorona como un pastel podrido, tú en tu venezolano patrimonio recoges lo que puede salvarse, mientras que yo defiendo la brasa de la vida.
Qué alegría, Miguel!
Tú me preguntarás dónde estoy? Te contaré - dando sólo detalles útiles al Gobierno que en esta costa llena de piedras salvajes se unen el mar y el campo, olas y pinos, águilas y petreles, espumas y praderas.
Has visto desde muy cerca y todo el día cómo vuelan los pájaros del mar? Parece que llevaran las cartas del mundo a sus destinos.
Pasan los alcatraces como barcos del viento, otras aves que vuelan como flechas y traen los mensajes de reyes difuntos, de los príncipes enterrados con hilos de turquesa en las costas andinas y las gaviotas hechas de blancura redonda, que olvidan continuamente sus mensajes.
Qué azul es la vida, Miguel, cuando hemos puesto en ella amor y lucha, palabras que son el pan y el vino, palabras que ellos no pueden deshonrar todavía porque nosotros salimos a la calle con escopeta y cantos.
Están perdidos con nosotros, Miguel.
Qué pueden hacer sino matarnos y aun así les resulta un mal negocio, sólo pueden tratar de alquilar un piso frente a nosotros y seguirnos para aprender a reír y a llorar como nosotros.
Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban por todas partes, y me moría de tristeza, errante, abandonado, royendo el alfabeto, me decían: "Qué grande eres, oh Teócrito!" Yo no soy Teócrito: tomé a la vida, me puse frente a ella, la
besé hasta vencerla, y luego me fuí por los callejones de las minas a ver cómo vivían otros hombres.
Y cuando salí con las manos teñidas de basura y dolores las levanté mostrándolas en las cuerdas de oro, y dije: "Yo no comparto el crimen."
Tosieron, se disgustaron mucho, me quitaron el saludo, me dejaron de llamar Teócrito, y terminaron por insultarme y mandar toda la policía a encarcelarme, porque no seguía preocupado exclusivamente de asuntos metafísicos.
Pero yo había conquistado la alegría.
Desde entonces me levanté leyendo las cartas que traen las aves del mar desde tan lejos, cartas que vienen mojadas, mensajes que poco a poco voy traduciendo con lentitud y seguridad: soy meticuloso como un ingeniero en este extraño oficio.
Y salgo de repente a la ventana. Es un cuadrado de transparencia, es pura la distancia de hierbas y peñascos, y así voy trabajando entre las cosas que amo: olas, piedras, avispas, con una embriagadora felicidad marina.
Pero a nadie le gusta que estemos alegres, a ti te asignaron un papel bonachón: "Pero no exagere, no se preocupe," y a mí me quisieron clavar en un insectario, entre las lágrimas, para que éstas me ahogaran y ellos pudieran decir sus discursos en mi tumba.
Yo recuerdo un día en la pampa arenosa del salitre, había quinientos hombres en huelga. Era la tarde abrazadora de Tarapacá. Y cuando los rostros habían recogido toda la arena y el desangrado sol seco del desierto, yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía.
Aquella hora de crisis, en la desolación de los salares, en ese minuto débil de la lucha en que podríamos haber sido vencidos, una niña pequeñita y pálida venida de las minas dijo con una voz valiente en que se juntaban el cristal y el acero un poema tuyo, un viejo poema tuyo que rueda entre los ojos arrugados de todos los obreros y labradores de mi patria, de América.
Y aquel trozo de canto tuyo refulgió de repente en mi boca como una flor purpúrea y bajó hacia mi sangre, llenándola de nuevo con una alegría desbordante, nacida de tu canto.
Y yo pensé no sólo en ti, sino en tu Venezuela amarga.
Hace años, vi un estudiante que tenía en los tobillos la señal de las cadenas que un general le había impuesto, y me contó cómo los encadenados trabajaban en los caminos y los calabozos donde la gente se perdía. Porque así ha sido nuestra América: una llanura con ríos devorantes y constelaciones de mariposas (en algunos sitios, las esmeraldas son espesas como manzanas), pero siempre a lo largo de la noche y de los ríos hay tobillos que sangran, antes cerca del petróleo, hoy cerca del nitrato, en Pisagua, donde un déspota sucio ha enterrado la flor de mi patria para que muera, y él pueda comerciar con los huesos.
Por eso cantas, por eso, para que América deshonrada y herida haga temblar sus mariposas y recoja sus esmeraldas sin la espantosa sangre del castigo, coagulada en las manos de los verdugos y de los mercaderes.
Yo comprendí que alegre estarías, cerca del Orinoco, cantando, seguramente, o bien comprando vino para tu casa, ocupando tu puesto en la lucha y en la alegría, ancho de hombros, como son los poetas de este tiempo - con trajes claros y zapatos de camino -.
besé hasta vencerla, y luego me fuí por los callejones de las minas a ver cómo vivían otros hombres.
Y cuando salí con las manos teñidas de basura y dolores las levanté mostrándolas en las cuerdas de oro, y dije: "Yo no comparto el crimen."
Tosieron, se disgustaron mucho, me quitaron el saludo, me dejaron de llamar Teócrito, y terminaron por insultarme y mandar toda la policía a encarcelarme, porque no seguía preocupado exclusivamente de asuntos metafísicos.
Pero yo había conquistado la alegría.
Desde entonces me levanté leyendo las cartas que traen las aves del mar desde tan lejos, cartas que vienen mojadas, mensajes que poco a poco voy traduciendo con lentitud y seguridad: soy meticuloso como un ingeniero en este extraño oficio.
Y salgo de repente a la ventana. Es un cuadrado de transparencia, es pura la distancia de hierbas y peñascos, y así voy trabajando entre las cosas que amo: olas, piedras, avispas, con una embriagadora felicidad marina.
Pero a nadie le gusta que estemos alegres, a ti te asignaron un papel bonachón: "Pero no exagere, no se preocupe," y a mí me quisieron clavar en un insectario, entre las lágrimas, para que éstas me ahogaran y ellos pudieran decir sus discursos en mi tumba.
Yo recuerdo un día en la pampa arenosa del salitre, había quinientos hombres en huelga. Era la tarde abrazadora de Tarapacá. Y cuando los rostros habían recogido toda la arena y el desangrado sol seco del desierto, yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía.
Aquella hora de crisis, en la desolación de los salares, en ese minuto débil de la lucha en que podríamos haber sido vencidos, una niña pequeñita y pálida venida de las minas dijo con una voz valiente en que se juntaban el cristal y el acero un poema tuyo, un viejo poema tuyo que rueda entre los ojos arrugados de todos los obreros y labradores de mi patria, de América.
Y aquel trozo de canto tuyo refulgió de repente en mi boca como una flor purpúrea y bajó hacia mi sangre, llenándola de nuevo con una alegría desbordante, nacida de tu canto.
Y yo pensé no sólo en ti, sino en tu Venezuela amarga.
Hace años, vi un estudiante que tenía en los tobillos la señal de las cadenas que un general le había impuesto, y me contó cómo los encadenados trabajaban en los caminos y los calabozos donde la gente se perdía. Porque así ha sido nuestra América: una llanura con ríos devorantes y constelaciones de mariposas (en algunos sitios, las esmeraldas son espesas como manzanas), pero siempre a lo largo de la noche y de los ríos hay tobillos que sangran, antes cerca del petróleo, hoy cerca del nitrato, en Pisagua, donde un déspota sucio ha enterrado la flor de mi patria para que muera, y él pueda comerciar con los huesos.
Por eso cantas, por eso, para que América deshonrada y herida haga temblar sus mariposas y recoja sus esmeraldas sin la espantosa sangre del castigo, coagulada en las manos de los verdugos y de los mercaderes.
Yo comprendí que alegre estarías, cerca del Orinoco, cantando, seguramente, o bien comprando vino para tu casa, ocupando tu puesto en la lucha y en la alegría, ancho de hombros, como son los poetas de este tiempo - con trajes claros y zapatos de camino -.
Desde entonces, he ido pensando que alguna vez te escribiría, y cuando el viajero llegó, todo lleno de historias tuyas que se le desprendían de todo el traje y que bajo los castaños de mi casa se derramaron, me dije: "Ahora", y tampoco comencé a escribirte. Pero hoy ha sido demasiado: pasó por mi ventana no sólo un ave del mar, sino millares,
y recogí las cartas que nadie lee y que ellas llevan por las orillas del mundo, hasta perderlas.
Y entonces, en cada una leía palabras tuyas y eran como las que yo escribo y sueño y canto, y entonces decidí enviarte esta carta, que termino aquí para mirar por la ventana el mundo que nos pertenece.
PABLO NERUDA
ROJA Y ATÓMICA
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Venezuela
lunes, 27 de noviembre de 2017
VOLUNTAD DE VIVIR MANIFESTÁNDOSE
Voluntad de vivir manifestándose
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
Y piedra
Que me cubre.
Me aplastan y vituperan
Repitiendo no dé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.
No es el muerto quien provoca el estupor
No es el muerto quien provoca el estupor
es la sorpresa de ver como olvidamos
su propia muerte, nuestro gran dolor.
Queda el muerto, nosotros nos marchamos.
No es el muerto, no, quien se retira.
Somos nosotros que vamos discutiendo,
sobre el cadáver que mudo nos mira,
la posibilidad de seguir sobreviviendo.
Cuando en la memoria al muerto divisamos
(juegos del tiempo, macabro escanciador)
no es pues al muerto a quien estamos viendo:
Somos nosotros que tétricos quedamos
al ver como miramos sin horror
al que en el gran horror se va pudriendo.
(La Habana, 1970)
Introducción del símbolo de la fe
Sé que más allá de la muerte
está la muerte,
sé que más acá de la vida
está la estafa.
Sé que no existe el consuelo
que no existe
la anhelada tierra de mis sueños
ni la desgarrada visión de nuestros héroes.
Pero
te seguimos buscando, patria,
en las traiciones del recién llegado
y en las mentiras del primer cronista.
Sé que no existe el refugio del abrazo
y que Dios es un estruendo de hojalata.
Pero
te seguimos buscando, patria,
en las amenazas del nuevo impostor
y en las palmas que revientan buldoceadas.
Sé que no existe la visión
del que siempre parece entre las llamas
que no existe la tierra presentida.
Pero
te seguimos buscando, tierra,
en el roer incesante de las aguas,
en el reventar de mangos y mameyes,
en el tecleteo de las estaciones
y en la confusión de todos los gritos.
Sé que no existe la zona del descanso
que faltan alimentos para el sueño,
que no hay puertas en medio del espanto
Pero
te seguimos, buscando, puerta,
en las costas usurpadas de metralla,
en la caligrafía de los delincuentes,
en el insustancial delirio de una conga.
Sé
que hay un enorme torrente de ofensas aun guardadas
y arsenales de armas estratégicas,
que hay palabras malditas, que hay presiones
y que en ningún sitio está el árbol que no existe.
Pero
te seguimos buscando, árbol,
en las madrugadas de cola para el pan
y en las noches de colas para el sueño.
Te seguimos buscando, sueño,
en las contradicciones de la historia
en los silbidos de las perseguidoras
y en las paredes atestadas de blasfemias.
Sé
que no hallaremos tiempo
que no hay tiempo ya para gritar,
que nos falta la memoria,
que olvidamos el poema, que, aturdidos,
acudimos a la última llamada
(El agua, la cola del cigarro).
Pero
te seguimos buscando, tiempo,
en nuestro obligatorio concurrir a mítines,
funerales y triunfos oficiales,
y en las interminables jornadas en el campo.
Te seguimos buscando, palabra,
por sobre las charlas de las cacatúas
y el que vendió su voz por un paseo,
por sobre el cobarde que reconoce el llanto
pero tiene familias… y horas de recreo.
Te seguimos trabajando, poema,
por sobre la histeria de las multitudes
y tras la consigna de los altavoces,
más allá del ficticio esplendor y las promesas.
Que es ridículo invocar la dicha
que no existe ‘la tierra tan deseada’
que no hallaran calma nuestras furias.
Todo eso lo sé.
Pero te seguimos buscando, dicha,
en la memoria de un gran latigazo
y tras el escozor de la última patada.
Te seguimos buscando, tierra,
en el fatigado ademan de nuestros padres
y en el obligatorio trotar de nuestras piernas.
Te seguimos buscando, calma,
en el infinito gravitar de nuestras furias
en el sitio donde confluyen nuestros huesos
en los mosquitos que comparten nuestros cuerpos
en el acoso por sueños y aceras
en el aullido del mar
en el sabor que perdieron los helados
en el olor del galán de noche
en la idea convertida en interjecciones ahogadas
en las noches de abstinencia
en la lujuria elemental
en el hambre de ayer que hoy hambrientos condenamos
en la pasada humillación que hoy humillados denunciamos.
En la censura de ayer que hoy amordazados señalamos
en el día que estalla
en los épicos suicidios
en el timo colectivo
en el chantaje internacional
en el pueril aplauso de las multitudes
en el reventar de cuerpos contra el muro
en las mañanas ametralladas
en la perenne infamia
en el impublicable ademan de los adolescentes
en nuestra voracidad impostergable
en el insolente estruendo de la primavera
en la ausencia de dios
en la soledad perpetua
y en el desesperado rodar hacia la muerte
Te seguimos buscando
te seguimos
te seguimos.
Central ‘Manuel Sanguily’, Consolación del Norte, Pinar del Rio.
Mayo de 1970.
Reinaldo Arenas (Holguín, 1943 – Nueva York, 1990). Novelista y poeta cubano. Su vida y su obra están marcadas por la insurrección castrista desde 1958. A pesar de haber participado en algunas de las políticas gubernamentales de Fidel Castro, en 1960 fue víctima de las medidas del gobierno en contra de los homosexuales. Fue encarcelado en la prisión de El Morro.En 1980, por una amnistía gubernamental, se exilió a Miami y posteriormente a Nueva York, ciudad en la que continuó escribiendo, hasta que, enfermo de sida, decidió suicidarse en 1990.
SOBREVIVIENDO
Me preguntaron cómo vivía, me preguntaron
'Sobreviviendo' dije, 'sobreviviendo'.
Tengo un poema escrito más de mil veces,
en él repito siempre que mientras alguien
proponga muerte sobre esta tierra
y se fabriquen armas para la guerra,
yo pisaré estos campos sobreviviendo.
Todos frente al peligro, sobreviviendo,
tristes y errantes hombres, sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
Hace tiempo no río como hace tiempo,
y eso que yo reía como un jilguero.
Tengo cierta memoria que me lastima,
y no puedo olvidarme lo de Hiroshima.
Cuánta tragedia, sobre esta tierra...
hoy que quiero reírme apenas si puedo,
ya no tengo la risa como un jilguero
ni la paz de los pinos del mes de enero,
ando por este mundo sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
Ya no quiero ser sólo un sobreviviente,
quiero elegir el día para mi muerte.
Tengo la carne joven, roja la sangre,
la dentadura buena y mi esperma urgente.
Quiero la vida de mi cimiente.
No quiero ver un día manifestando
por la paz en el mundo a los animales.
Cómo me reiría ese loco día,
ellos manifestándose por la vida.
Y nosotros apenas sobreviviendo, sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
'Sobreviviendo' dije, 'sobreviviendo'.
Tengo un poema escrito más de mil veces,
en él repito siempre que mientras alguien
proponga muerte sobre esta tierra
y se fabriquen armas para la guerra,
yo pisaré estos campos sobreviviendo.
Todos frente al peligro, sobreviviendo,
tristes y errantes hombres, sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
Hace tiempo no río como hace tiempo,
y eso que yo reía como un jilguero.
Tengo cierta memoria que me lastima,
y no puedo olvidarme lo de Hiroshima.
Cuánta tragedia, sobre esta tierra...
hoy que quiero reírme apenas si puedo,
ya no tengo la risa como un jilguero
ni la paz de los pinos del mes de enero,
ando por este mundo sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
Ya no quiero ser sólo un sobreviviente,
quiero elegir el día para mi muerte.
Tengo la carne joven, roja la sangre,
la dentadura buena y mi esperma urgente.
Quiero la vida de mi cimiente.
No quiero ver un día manifestando
por la paz en el mundo a los animales.
Cómo me reiría ese loco día,
ellos manifestándose por la vida.
Y nosotros apenas sobreviviendo, sobreviviendo.
Sobreviviendo, sobreviviendo,
sobreviviendo, sobreviviendo.
Víctor Heredia
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