El pais que se va (y el que va quedando)
José Rafael Herrera
A mis hijas y nietas
El
término diáspora es de origen griego. Literalmente significa
“esparcir alrededor”; es decir, desconcentrarse y, como
consecuencia directa de ello, dispersarse. Es eso lo que ocurre con
una cierta comunidad de personas que se ven obligadas, bajo ciertas y
determinadas circunstancias adversas, a tener que abandonar
dolorosamente su tierra natal y, con ella, su modo de vida, sus
tradiciones, sus costumbres y no pocas veces su idioma, en busca de
otras tierras, de otras culturas en las que puedan hallar, por lo
menos en parte, lo que han perdido o, más bien, les ha sido
arrebatado. No obstante, cuando se piensa en una forma precisa de
diáspora, casi de inmediato viene a la mente el modelo dado por la
imagen bíblica y su consecuente representación del pueblo judío,
porque se suele pensar que la noción de diáspora está
exclusivamente relacionada con aquella determinada experiencia
histórica; es decir, con el brutal atropello cometido contra las
casas de Israel y Judá, contra su peculiar modo de ser y contra su
fe religiosa.
Es
verdad que la religión –o mejor sería decir, la acción de
re-ligare– constituye uno de los factores más importantes en y
para la cohesión de un pueblo o de una nación. Pero en el caso del
que se ocupan las presentes líneas, la referencia no va dirigida a
una particular religión o a una etnia, y ni siquiera hacen alusión
a una clase social específica. Todo lo contrario, se trata de la
diáspora de una sociedad que creció abierta e hizo de la
generosidad su mayor virtud, con una población diversa y tolerante,
policultural y multirracial, dueña de una enorme variedad de
tradiciones, plena de aspiraciones y deseos que, de pronto, por la
violencia impune y el lastre del anacronismo impuesto por una banda
de ignorantes, parásitos y pistoleros, ha sido obligada a huir de su
tierra, una tierra privilegiada y llena de múltiples riquezas que
hasta no hace mucho tiempo fue considerada –¡nada menos! – como
“la capital del cielo”.
El
país que se va yendo con los días, que se va esparciendo y
dispersando, es el país mayoritariamente joven y lleno de
potencialidades. Es el país productivo. Ese es el que se va: el país
formado, el pensante, el cultivado, el generador de riqueza. Poco
importa si son altos o bajos, gordos o flacos, negros o blancos,
católicos o protestantes, caraquistas o magallaneros. En la otrora
“tierra de gracia” la diversidad nunca importó. Solo importaban
sus características comunes: el hecho de ser ingeniosos, inquietos,
alegremente creativos y estar siempre bien dispuestos. En una
expresión, solo importaba ser venezolano.
Con
pasmosa premura a Venezuela se le va lo que con tanto esfuerzo venía
construyendo: la calidad de su civilidad. Y es que con el pasar de
los días ha ido perdiendo la belleza, la bondad y la verdad de otros
tiempos, esa mágica fuerza de su Omni
trinum perfectum est. Solo
que con la misma premura el país va quedando en manos de la impía
malandritud, de la perruna barbarie, envuelta en la soledad, la
triste penumbra y el miedo, maniatada por la corrupción y la miseria
de cuerpo y espíritu. Sometida y exhausta, la Venezuela famélica,
que aún sobrevive, guarda en la memoria, no sin nostalgia, los
tiempos de gloria y esplendor. Pero ya su memoria falla, no es firme
como antes y a ratos se desvanece entre sus canas, mientras hace la
interminable cola del cajero para cobrar los crueles centavos del
populismo, o mientras recibe las mendicidades del CLAP y opta por el
carnet de la patria, para “morir muriendo”, ese sórdido
mecanismo del control totalitario. La Venezuela que va quedando hurga
en la basura para poder comer y muere de indolencia en hospitales
desasistidos y en ruinas. Es un país intervenido por el régimen
cubano y saqueado por mafias que expolian sus riquezas minerales. En
fin, es el país que ya no se forma, que ya no estudia, y en el que
sale menos costoso quedarse en casa que ir al trabajo.
A
la diáspora de la inteligencia que ha sufrido Venezuela se le conoce
también como la “fuga de cerebros”, de sus catedráticos,
científicos e investigadores de mayor prestigio y renombre. Pero en
realidad el país no solamente ha presenciado la desconcentración de
su “materia gris”, de sus titulares académicos, sino de
prácticamente toda su fuerza laboral, de su fuerza de trabajo, desde
sus empresarios e industriales, pasando por su mano de obra
capacitada, técnica y profesional hasta sus más humildes
trabajadores. En nombre del proletariado, el “presidente obrero”
y sus compinches de Las Tres Gracias y del Paseo Los Próceres han
destruido el único modo posible con el que cuenta un país para
generar riqueza y prosperidad: sus fuerzas productivas, su ser
social.
En
síntesis, en la Venezuela de hoy, bajo la hegemonía cubana, la
sociedad civil, ese motor generador y centro neurálgico de la
riqueza de una nación a la que el viejo Marx caracterizó como la
real estructura económica de la sociedad, ha sido, a punta de
bayonetas, obligada a esparcirse, desconcentrarse y dispersarse por
el mundo.
Tampoco
la estupidez es libre. Enceguecida por la furia del terror religioso,
la España de Isabel y Torquemada expulsaron a los “infieles”
–moros y judíos– de la península. Matemáticos, médicos,
filósofos, ingenieros, arquitectos, banqueros, artesanos,
comerciantes, en suma, la “base real” de la estructura económica
de su formación social. A partir de ese momento, el imperio español
puso las premisas para que, a pesar de su gran poderío y extensión
mundial, Inglaterra, poco a poco, llegara a convertirse, primero, en
la gran potencia rival y más tarde en la potencia superior, cuna de
la revolución industrial. Que Estados Unidos de Norteamérica sea
una superpotencia indiscutible no se debe por cierto a las diásporas
de su población sino, muy por el contrario, a su capacidad de
recibir y concentrar las grandes diásporas de sociedades
fracturadas. Las miserias de Cuba tienen su contrapeso en la diáspora
cubana, que concentrada en Florida hizo de un pantanal un emporio, la
capital cultural de América Latina.
Ha
llegado la hora de poner punto final a la destrucción de un país
que se atrevió a extender sus brazos a otros pueblos, a otras
culturas y supo crecer con sus valiosos aportes. En fin, de
recomponer un país que hasta hace poco fue modelo de tolerancia,
bienestar y libertad.
JOSÉ RAFAEL HERRERA es un destacado
filósofo, político y docente venezolano, nacido en la ciudad de Caracas,
el 4 de marzo de 1959. Profesor Titular de la Escuela de Filosofía de
la UCV. PhD en Cs Políticas. Filósofo, Magna cum Laude. Director de
Cultura de la UCV.
Fuente: José
Rafael Herrera /El
Nacional WEB
25
de enero de 2018 12:13 AM
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/pais-que-que-quedando_220079