Como muchos intelectuales latinoamericanos, Ernesto Sábato rompió con la revolución y el totalitarismo, en aras de la libertad. Así lo escribió en El Comercio, 2 de Abril de 1989
Un número muy importante de escritores y artistas del mundo entero pidieron un referéndum en Cuba para que el pueblo decida si está o no está de acuerdo con el régimen imperante. Lo firmé a pesar de no compartir ciertas consideraciones que en esa carta se hacen, porque de no haberlo suscrito podría haber dado a entender que apruebo al gobierno cubano, y no lo apruebo.
Siempre estuve por la justicia social y por la liberación de los pueblos oprimidos, sistemáticamente he combatido toda clase de imperialismo, cualquiera fuera su signo. Pero también he sostenido que la justicia social debe estar unida a la libertad, desde que cuando muchacho abandoné el movimiento comunista a causa de las persecuciones stalinistas. Mi posición está ampliamente fundada en “Hombres y engranajes”, publicado en 1951, y en “Apologías y rechazos”, del año 1981. Ante cartas de personas que evidentemente no han leído esos ensayos, creo conveniente reiterar aquí lo esencial. Después de terribles experiencias a lo largo de este siglo, no se puede dudar: el fin no justifica los medios innobles.
Así, la primera condición para cualquier sociedad que se pretenda justiciera ha de ser el respeto de la persona, lo que supone en primer término la libertad. Nos dirán algunos que en las democracias solo existe para los explotadores, lo que es absolutamente falso en naciones como Suecia, Italia, Francia y tantos otros. Además, deberíamos recordar que fue en las universidades europeas donde surgieron las grandes doctrinas socialistas. Como afirma Camus, si hoy la libertad ha retrocedido en la mayor parte del mundo es porque jamás han estado mejor armadas ni han sido más sofísticas las iniciativas de esclavización. El gran acontecimiento del siglo XX fue el abandono de a libertad por los que querían el progreso material, desapareciendo desde entonces una esperanza más en el mundo. La libertad burguesa no era toda la libertad, o no lo era cabalmente; pero de la justa desconfianza por sus precariedades se llegó a desconfiar de la libertad misma, o se la difirió para siglos futuros. Ya sabemos adónde condujo este renunciamiento, y es hora que admitamos que la libertad total no es algo que un día recibiremos de golpe y en su máximo esplendor, sino que debe lograrse día a día, en una lucha incesante contra los que quieren arrebatar hasta sus migajas. Porque con esas pequeñas y hasta risibles libertades podremos proseguir el camino y perfeccionar nuestras sociedades, hasta alcanzar una que a la vez nos ofrezca también la justicia social.
Son muchos los hombres que quieren un mundo mejor y que han comprendido esta fundamental verdad, y entre ellos habría que citar al Partido Comunista italiano, al que nadie en su sano juicio puede acusar de apoyar los males de las sociedades capitalistas.
La prohibición del disentimiento, la instauración del Partido Único, la abolición de la justicia independiente y de la prensa libre, el reemplazo del Parlamento por una tragicomedia, son los rasgos esenciales de la sociedad totalitaria de cualquier signo y los recursos mediante los cuales el hombre es reducido a la condición de engranaje. Así se implanta la paz de los cementerios. Inglaterra, los Estados Unidos y, finalmente, Francia, se construyeron sobre los principios enunciados por pensadores que habían recogido toda la experiencia de la historia, la buena y la mala, para evitar que el hombre pudiera ser el lobo del hombre, al menos en la medida de lo posible. Con la inevitable corrupción que lo ideales sufren cuando descienden del cielo platónico para ser puestos en práctica, hay que reconocer que el gran principio del disentimiento se ha prolongado hasta nuestros días, como para permitir que el jefe del Estado más poderoso del planeta haya podido ser acusado por dos periodistas, luego por un modesto y desconocido juez y, finalmente, obligado a renunciar.
Los ideales se degradan en su ejercicio: la maldad y el egoísmo, la vanidad y la sed de riqueza, el insaciable hambre por el poder, ensucian y bastardean esos ideales. No ignoramos que la famosa Democracia baja a la democracia con minúscula y, por fin, a la que debe ser escrita entre comillas. Precisamente, la democracia parte de la idea que el hombre -como decía Hobbes- es el lobo del hombre, y, para colmo, un lobo corrompible y al final siempre corrupto. Sus principios están de tal manera ideados que tratan de evitar las peores atrocidades que se cometen cuando el engaño reemplaza a la verdad, la cárcel a la protesta. Esos famosos tres poderes y esa libertad de información son los instrumentos mejor concebidos para lograr que la más perversa de las criaturas vivientes haga el menor de los daños. En suma: la democracia es precaria y a menudo despreciable, pero hasta hoy no hemos encontrado nada mejor para alanzar las futuras comunidades a las que aspiramos.
Tal vez sea Emanuel Mounier quien mejor ha respondido a nuestras preocupaciones, desarrollando y sintetizando ideas de grandes pensadores socialistas. Su “personalismo” fue una respuesta a la presión totalitaria, una defensa del hombre contra la opresión de los aparatos. Para no correr el riesgo de alentar al viejo liberalismo, asoció la palabra “persona”, dialécticamente, a la palabra “comunidad”. Cuando después de la segunda guerra los antiguos conceptos de esa doctrina se derrumbaron en pedazos, se intentaron dos explicaciones: para ciertos marxistas, no era sino una crisis económica, y bastaba operar la economía para curar el mal; para los moralistas, en cambio, era una crisis del hombre y sus valores, y solo se curaría la sociedad si se estaba en condiciones de cambiar al hombre. Para Mounier, la crisis era a la vez una crisis del hombre y de las estructuras sociales. Constituía el mejor exorcismo contra el demonio de la pureza, esa pureza abstracta que presupone un bien sin un hombre que lo sustente; era la inserción concreta en un mundo de situaciones objetivas. El hombre no es un yo pensante y abstracto, está materializado en un cuerpo que pertenece a una familia, a una nación y a una época. Este compromiso en nuestro equilibrio, neutraliza ese egocentrismo que incesantemente nos arrastraba hacia Narciso. No somos “locos de la libertad”, como afirmaban algunos surrealistas, pero tampoco estamos condenados a los trabajos forzados de una historia sin apelación, lo que coincide en buena medida con la concepción del mejor Marx.
Esta dualidad es la que nos hace responsables. Existencialismo, personalismo y cierto marxismo se congregan así en este nuevo hombre del siglo XX, este ser alienado al que debemos devolverle su destino. Si no somos destruidos por la hecatombe atómica, será necesario ir buscando la síntesis de una realidad que los Tiempos Modernos escindieron en opuestos: el individuo y la colectividad, lo subjetivo y lo objetivo. Así podremos estructurar comunidades auténticas, no esas maquinarias sociales a las que nos hemos tristemente acostumbrado.
Quizá haya sido desafortunado que aquel individuum con que Cicerón tradujo el átomo de los naturalistas griegos excediese el dominio de la física para alcanzar el de los hombres. Así, ciertos filósofos del viejo liberalismo consideraron a la sociedad como una yuxtaposición de individuos. Y es probable que esa doctrina, basada en un yo independiente y egoísta, haya sido el correlato de la ferocidad libre – empresaria que aquellos mercaderes de la Revolución Industrial lanzaron sobre las desvalidas aldeas del África y la Polinesia para inyectar sus trapos y cachibaches al precio de la destrucción de arcaicas y sabias culturas. A esa mentalidad se acomodaba muy bien la acre frase de Hobbes, que veía en el egoísmo el fundamento de toda convivencia. Lo que es ominosamente pero no totalmente cierto, al menos cuando el individuo accede a la categoría de persona. El heresiarca Fedor Dostoievsky afirmaba que Dios y el Demonio se disputan el alma del hombre, y el territorio de combate es el propio corazón de esta criatura trágicamente dual. Y en esa lucha no siempre triunfa el demonio, pues si el ser humano es capaz de las peores abominaciones, también es capaz de alcanzar las cumbres del altruismo, como en un Albert Schweitzer. Asimismo, habría que advertirle a Hobbes que “il est dangereux de trop faire voir a l’homme combien il est égal aux betes, sans lui montrer sa grandeur”. Hermoso aforismo en que lo único equivocado es atribuir a los nobles leones las perversidades de las que solo es capaz este extraño animal que es el hombre.
Esta dualidad inherente a su condición misma obliga a poner las trabas societarias que limiten su propensión al mal, desde los mandamientos de las religiones hasta las leyes de las comunidades organizadas. Una ley aceptada por la comunidad y una justicia para aplicarla -independiente de los que detentan el poder físico- es lo único que puede asegurar una existencia digna. El concepto de “bien común”, definido por los más lúcidos pensadores, es la piedra angular de cualquier sociedad que se proponga evitar tanto el egoísmo individual como los males del super-Estado; pues el bien común no es la simple sumatoria de los egoísmos individuales, ni ese aciago “bien del Estado” que los despotismos ponen por encima de la persona, y ante el cual solo cabe ponerse a temblar: es el supremo bien de una comunidad de seres a la vez libres y solidarios. Asegurar este equilibrio es arduo, pero no imposible, como tantas veces lo ha mostrado la historia, desde aquellas antiguas congregaciones que la arrogancia europea de nuestros Tiempos Modernos llamó “primitivas”, hasta algunas democracias que han logrado establecer la justicia distributiva sin echar a un lado la libertad.
Siempre estuve por la justicia social y por la liberación de los pueblos oprimidos, sistemáticamente he combatido toda clase de imperialismo, cualquiera fuera su signo. Pero también he sostenido que la justicia social debe estar unida a la libertad, desde que cuando muchacho abandoné el movimiento comunista a causa de las persecuciones stalinistas. Mi posición está ampliamente fundada en “Hombres y engranajes”, publicado en 1951, y en “Apologías y rechazos”, del año 1981. Ante cartas de personas que evidentemente no han leído esos ensayos, creo conveniente reiterar aquí lo esencial. Después de terribles experiencias a lo largo de este siglo, no se puede dudar: el fin no justifica los medios innobles.
Así, la primera condición para cualquier sociedad que se pretenda justiciera ha de ser el respeto de la persona, lo que supone en primer término la libertad. Nos dirán algunos que en las democracias solo existe para los explotadores, lo que es absolutamente falso en naciones como Suecia, Italia, Francia y tantos otros. Además, deberíamos recordar que fue en las universidades europeas donde surgieron las grandes doctrinas socialistas. Como afirma Camus, si hoy la libertad ha retrocedido en la mayor parte del mundo es porque jamás han estado mejor armadas ni han sido más sofísticas las iniciativas de esclavización. El gran acontecimiento del siglo XX fue el abandono de a libertad por los que querían el progreso material, desapareciendo desde entonces una esperanza más en el mundo. La libertad burguesa no era toda la libertad, o no lo era cabalmente; pero de la justa desconfianza por sus precariedades se llegó a desconfiar de la libertad misma, o se la difirió para siglos futuros. Ya sabemos adónde condujo este renunciamiento, y es hora que admitamos que la libertad total no es algo que un día recibiremos de golpe y en su máximo esplendor, sino que debe lograrse día a día, en una lucha incesante contra los que quieren arrebatar hasta sus migajas. Porque con esas pequeñas y hasta risibles libertades podremos proseguir el camino y perfeccionar nuestras sociedades, hasta alcanzar una que a la vez nos ofrezca también la justicia social.
Son muchos los hombres que quieren un mundo mejor y que han comprendido esta fundamental verdad, y entre ellos habría que citar al Partido Comunista italiano, al que nadie en su sano juicio puede acusar de apoyar los males de las sociedades capitalistas.
La prohibición del disentimiento, la instauración del Partido Único, la abolición de la justicia independiente y de la prensa libre, el reemplazo del Parlamento por una tragicomedia, son los rasgos esenciales de la sociedad totalitaria de cualquier signo y los recursos mediante los cuales el hombre es reducido a la condición de engranaje. Así se implanta la paz de los cementerios. Inglaterra, los Estados Unidos y, finalmente, Francia, se construyeron sobre los principios enunciados por pensadores que habían recogido toda la experiencia de la historia, la buena y la mala, para evitar que el hombre pudiera ser el lobo del hombre, al menos en la medida de lo posible. Con la inevitable corrupción que lo ideales sufren cuando descienden del cielo platónico para ser puestos en práctica, hay que reconocer que el gran principio del disentimiento se ha prolongado hasta nuestros días, como para permitir que el jefe del Estado más poderoso del planeta haya podido ser acusado por dos periodistas, luego por un modesto y desconocido juez y, finalmente, obligado a renunciar.
Los ideales se degradan en su ejercicio: la maldad y el egoísmo, la vanidad y la sed de riqueza, el insaciable hambre por el poder, ensucian y bastardean esos ideales. No ignoramos que la famosa Democracia baja a la democracia con minúscula y, por fin, a la que debe ser escrita entre comillas. Precisamente, la democracia parte de la idea que el hombre -como decía Hobbes- es el lobo del hombre, y, para colmo, un lobo corrompible y al final siempre corrupto. Sus principios están de tal manera ideados que tratan de evitar las peores atrocidades que se cometen cuando el engaño reemplaza a la verdad, la cárcel a la protesta. Esos famosos tres poderes y esa libertad de información son los instrumentos mejor concebidos para lograr que la más perversa de las criaturas vivientes haga el menor de los daños. En suma: la democracia es precaria y a menudo despreciable, pero hasta hoy no hemos encontrado nada mejor para alanzar las futuras comunidades a las que aspiramos.
Tal vez sea Emanuel Mounier quien mejor ha respondido a nuestras preocupaciones, desarrollando y sintetizando ideas de grandes pensadores socialistas. Su “personalismo” fue una respuesta a la presión totalitaria, una defensa del hombre contra la opresión de los aparatos. Para no correr el riesgo de alentar al viejo liberalismo, asoció la palabra “persona”, dialécticamente, a la palabra “comunidad”. Cuando después de la segunda guerra los antiguos conceptos de esa doctrina se derrumbaron en pedazos, se intentaron dos explicaciones: para ciertos marxistas, no era sino una crisis económica, y bastaba operar la economía para curar el mal; para los moralistas, en cambio, era una crisis del hombre y sus valores, y solo se curaría la sociedad si se estaba en condiciones de cambiar al hombre. Para Mounier, la crisis era a la vez una crisis del hombre y de las estructuras sociales. Constituía el mejor exorcismo contra el demonio de la pureza, esa pureza abstracta que presupone un bien sin un hombre que lo sustente; era la inserción concreta en un mundo de situaciones objetivas. El hombre no es un yo pensante y abstracto, está materializado en un cuerpo que pertenece a una familia, a una nación y a una época. Este compromiso en nuestro equilibrio, neutraliza ese egocentrismo que incesantemente nos arrastraba hacia Narciso. No somos “locos de la libertad”, como afirmaban algunos surrealistas, pero tampoco estamos condenados a los trabajos forzados de una historia sin apelación, lo que coincide en buena medida con la concepción del mejor Marx.
Esta dualidad es la que nos hace responsables. Existencialismo, personalismo y cierto marxismo se congregan así en este nuevo hombre del siglo XX, este ser alienado al que debemos devolverle su destino. Si no somos destruidos por la hecatombe atómica, será necesario ir buscando la síntesis de una realidad que los Tiempos Modernos escindieron en opuestos: el individuo y la colectividad, lo subjetivo y lo objetivo. Así podremos estructurar comunidades auténticas, no esas maquinarias sociales a las que nos hemos tristemente acostumbrado.
Quizá haya sido desafortunado que aquel individuum con que Cicerón tradujo el átomo de los naturalistas griegos excediese el dominio de la física para alcanzar el de los hombres. Así, ciertos filósofos del viejo liberalismo consideraron a la sociedad como una yuxtaposición de individuos. Y es probable que esa doctrina, basada en un yo independiente y egoísta, haya sido el correlato de la ferocidad libre – empresaria que aquellos mercaderes de la Revolución Industrial lanzaron sobre las desvalidas aldeas del África y la Polinesia para inyectar sus trapos y cachibaches al precio de la destrucción de arcaicas y sabias culturas. A esa mentalidad se acomodaba muy bien la acre frase de Hobbes, que veía en el egoísmo el fundamento de toda convivencia. Lo que es ominosamente pero no totalmente cierto, al menos cuando el individuo accede a la categoría de persona. El heresiarca Fedor Dostoievsky afirmaba que Dios y el Demonio se disputan el alma del hombre, y el territorio de combate es el propio corazón de esta criatura trágicamente dual. Y en esa lucha no siempre triunfa el demonio, pues si el ser humano es capaz de las peores abominaciones, también es capaz de alcanzar las cumbres del altruismo, como en un Albert Schweitzer. Asimismo, habría que advertirle a Hobbes que “il est dangereux de trop faire voir a l’homme combien il est égal aux betes, sans lui montrer sa grandeur”. Hermoso aforismo en que lo único equivocado es atribuir a los nobles leones las perversidades de las que solo es capaz este extraño animal que es el hombre.
Esta dualidad inherente a su condición misma obliga a poner las trabas societarias que limiten su propensión al mal, desde los mandamientos de las religiones hasta las leyes de las comunidades organizadas. Una ley aceptada por la comunidad y una justicia para aplicarla -independiente de los que detentan el poder físico- es lo único que puede asegurar una existencia digna. El concepto de “bien común”, definido por los más lúcidos pensadores, es la piedra angular de cualquier sociedad que se proponga evitar tanto el egoísmo individual como los males del super-Estado; pues el bien común no es la simple sumatoria de los egoísmos individuales, ni ese aciago “bien del Estado” que los despotismos ponen por encima de la persona, y ante el cual solo cabe ponerse a temblar: es el supremo bien de una comunidad de seres a la vez libres y solidarios. Asegurar este equilibrio es arduo, pero no imposible, como tantas veces lo ha mostrado la historia, desde aquellas antiguas congregaciones que la arrogancia europea de nuestros Tiempos Modernos llamó “primitivas”, hasta algunas democracias que han logrado establecer la justicia distributiva sin echar a un lado la libertad.