Templanza significa sobriedad. Es la virtud por la cual
empezamos a darnos cuenta de cuáles son nuestras necesidades reales, orientadas
a lograr nuestro bienestar y desarrollo, y cuáles son imaginarias y
producto de los deseos inagotables que nacen de las carencias que produce el
ego y son por tanto perjudiciales. Desde la sobriedad se manejan de manera
adecuada los recursos, evitando tanto los excesos como las carencias.
La templanza es la virtud que permite dominar racionalmente
los apetitos y moderar la atracción hacia los placeres sensibles y el uso de
los bienes creados. La disposición natural al gozo puede hacer obrar
desordenadamente al ser humano. Existe en él una rebelión de los diferentes
egos contra el dominio del propio espíritu, contra el vivir consciente y el
obrar adecuado.
La moderación, la medida y la honestidad, al mantener y
defender el orden en el propio interior, crean los fundamentos necesarios para
la realización del bien. Sin la templanza, el instinto de la propia afirmación
que hay en el ser humano rebasa todas las fronteras y anega todo cuanto
encuentra en su camino. Se perdería la orientación y el raudal de energías
jamás encontraría el mar de la perfección en que deben desembocar. La templanza
no es el caudal, sino la madre del río que canaliza sus ímpetus y su velocidad
y abre el paso preciso.
El desenfreno, la ambición desmedida y los deseos
desordenados dan lugar a una ceguera del espíritu que incapacita para ver los
bienes del alma y quita la fuerza de la voluntad. En cambio, la sobriedad nos hace
capaces y nos dispone para la vida espiritual. No muere el alma porque le falte
algo sino porque algo la envenena.
Nuestra existencia consiste en ser conscientes y en obrar
adecuadamente, por eso se dice que cuando alguien vive espiritualmente es fiel a
sí mismo. La deshonestidad y la ambición de poder destruyen de una forma
especial esa fidelidad del ser humano consigo mismo y ese permanecer en el
propio ser. Ese abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible
de las pasiones, paraliza y aniquila la capacidad de decidir y de obrar
adecuadamente. El alma no es entonces capaz de escuchar silenciosa la llamada
realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura
justa en una determinada circunstancia. El ser humano se ha hecho parcial y se
insensibiliza para percibir la totalidad de su realidad. Y esto significa el
mal uso y corrupción de la prudencia, la ceguera del espíritu y la desaparición
de la vida espiritual. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la
inconstancia y teñido por los deseos más bajos.
El ser humano envidioso, voraz y ávido de poder
quiere, pero quiere exclusivamente para sí mismo; siempre se halla distraído
por un interés ilusorio, que no es real. La obsesión de poder, que lo tiene siempre
ocupado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico
conocimiento. El mirador del alma se vuelve opaco, empolvado por el interés
egoísta, que no deja pasar hasta ella el aroma de la Vida. Sólo puede ver y oír
quien guarda un silencio consciente, y sólo emite Luz la pureza.
La templanza es honestidad, pero la búsqueda del poder
desmedido lleva sobre sí la maldición de un egoísmo estéril. La
honestidad no sólo capacita y predispone para percibir correctamente la
realidad, creando así conductas acordes con ella, sino que prepara el alma para
la contemplación, esa forma sublime de contacto con la verdad objetiva en que
se confunde el conocimiento límpido con la verdadera entrega.
Mediante la vida espiritual, el ser humano entra en comunión
con Dios asimila la Verdad, que es el bien supremo, y obra adecuadamente. La
esencia de la persona espiritual y virtuosa consiste en vivir abierto a la
verdad real de las cosas, vivir la verdad que se ha incorporado al propio ser y
obrar adecuadamente. Sólo quien sea capaz de ver esto y de realizarlo en su
propia vida será también capaz de entender hasta qué profundidades llega la
destrucción que en sí mismo desencadena un corazón impuro.
La deshonestidad destruye el verdadero gozo de lo que es sensiblemente
bello, pues la persona, al percibir la belleza sensible propia de cada cosa,
tiende siempre a reducirlo al deleite. Sólo percibe la belleza del mundo y la
disfruta quien lo contempla con mirada limpia. La alegría del corazón es el
agradable fruto de la muerte del ego. Cuando esa alegría está presente se puede
estar seguro de que la simpleza de seguir una doctrina o unos ideales, o la
estirada vanidad de quien sólo se mira a sí mismo, se hallan lejos. La alegría
del corazón es una señal inequívoca de la verdadera templanza que sabe, sin
egoísmos, conservar y defender el verdadero valor de la persona.
La templanza es el origen y la condición de toda verdadera
valentía. En cambio, el infantilismo de un alma desordenada no sólo acaba con
la belleza, sino que crea seres pusilánimes. Cuando el ser humano pierde esa
moderación de carácter integral, disipa su esencia y su energía y se hace
inservible para plantar cara a la fuerza del mal, que causa estragos por el
mundo.
@gantillano
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