CIVILISMO Y MILITARISMO: SIAMESES DE UN PARTO PREMATURO
... un 18 de octubre, llamado "Revolución".
En 1928 comienza en Venezuela una forma distinta de hacerle
oposición al consolidado régimen del tirano tachirense, Juan Vicente Gómez.
Pero más que una manera innovadora de enfrentar a la opresión del andino de
“asiáticos rasgos”, surge en el país una manera nueva de hacer política. El
hombre que asume una postura, un “partido” no es el que empuña su sable o
dispara sus fusiles. No es el que organiza una montonera y a caballo se
precipita sobre una ciudad, llegando hasta el saqueo. La “Generación de 1928” marca
un hito al convertir la política en un ejercicio de ideas, y no en la práctica
de la violencia y los campos bañados en sangre. Los universitarios de aquella
semana del estudiante dan el primer paso para enterrar la hegemonía del
caudillismo, para más tarde instaurar un modelo de relación entre los
ciudadanos y el Estado, nunca antes visto en Venezuela.
Años antes de aquel ensayo cívico que devino luego en cárcel
y destierro para muchos bisoños, se estaba formando otra generación. Desde
comienzos del siglo XX, y en especial en los primeros años de Gómez, mientras
buena parte del país pensaba que la luna de miel –en dictablanda- sería eterna,
el “Pacificador” impulsaba con especial ahínco una obra inconclusa de su
defenestrado compadre: La Academia Militar.
Si una institución debía garantizar al menos dos de los tres
principios del lema del gomecismo, esa sería el ejército. Unión y paz, bajo la
tutela de un cuerpo armado nacional, sin compromisos ni otras lealtades
intermedias, que no fuesen la del Jefe Supremo de la República que –cual Luis
XIV- representaba en sí mismo toda la estructura del Estado. Venezuela comienza
a tener unas Fuerzas Armadas profesionales, con formación incluso más allá de
nuestras fronteras.
La sociedad venezolana experimenta entonces durante el
período gomecista dos evoluciones en paralelo: la primera del mundo político
“civil”, y la otra en la institución castrense. Son dos génesis, porque en los
años precedentes no puede hablarse ni de ejército nacional, ni de una forma de
acceder al poder en el país que no fuese por la acción directa de un caudillo,
o gracias a la influencia o manipulación del “mandón de turno”. Ambas
realidades no convergerán de manera contundente sino mucho después de la muerte
de Juan Vicente Gómez, y sus dinámicas internas sufrirán procesos distintos,
aunque al final el objetivo de protagonizar los más decisivos capítulos de la
historia vernácula tenga para ese entonces una fuerza imparable.
La llegada del General Eleazar López Contreras a la
presidencia de la república supuso una dicotomía para los venezolanos. Por una
parte, la esperanza (en el entendido de no poder existir nada peor que Gómez)
de una etapa nueva en la vida nacional, caracterizada por la apertura, la
tolerancia y el respeto a los más elementales derechos humanos. Sin embargo,
ese optimismo colectivo chocaba de inmediato con una realidad inocultable: el
“gomecismo” como “sistema” estaba aún intacto, y sus instituciones y personeros
todavía deambulando y ejerciendo influencia. ¿Podría catalogarse a López
Contreras como un “gomecismo sin Gómez”? Al menos los sectores privilegiados en
las casi tres décadas de dictadura que acababa de morir con su amo en Maracay,
era poco lo que estaban dispuestos a ceder.
El sistema electoral mantenía la escogencia del presidente
de la república en un proceso de “tercer grado”, existiendo sólo el sufragio
directo para los concejos municipales y asambleas legislativas, pero con el no
muy insignificante detalle: sólo pueden hacerlo los varones que sepan leer y
escribir. Más de medio país está excluido del ejercicio de su soberanía, lo que
convierte a la democracia post-Gómez en un asunto de elites y minorías.
He allí donde se centrará uno de los más radicales reclamos
de los sectores de oposición, principalmente el que comienza a liderar uno de
los protagonistas del ’28: Rómulo Betancourt. La elección universal directa y
secreta de los Poderes Ejecutivo, Legislativo, regional y municipal, figurará
en la agenda política como punto de honor de quienes están en la acera de
enfrente de los herederos del Benemérito; así como otras libertades que –en
sintonía con la anterior- podrían llevar a la país a una democracia más
auténtica y hasta “menos hipócrita”.
Al igual que su mentor, López Contreras hace descansar buena
parte de su fortaleza como gobernante en el ejército. Para finales de los años
’30 estamos ante una institución donde la oficialidad “con escuela” comienza a
sentir el abismo entre los viejos “chopos de piedra” (donde se incluye el
mismísimo presidente, quien lo asume con orgullo) y quienes tienen una visión
distinta de las Fuerzas Armadas y del país. Pero no sólo es una grieta
“intelectual” (si cabe el término) sino además en un terreno hasta más
doméstico –pero no por ello menos sensible- de las hondas diferencias socio-económicas
entre el alto mando y los estratos medios y bajos del cuerpo uniformado.
Así como el país, las Fuerzas Armadas era el reflejo de una
etapa aún no superada, aunque en pleno proceso evolutivo. Añejas estructuras,
antiguas relaciones de poder, con sus grupos rebosantes de prebendas, ante una
mayoría que está al margen de las grandes decisiones y del reparto de la
riqueza.
El gobierno de Isaías Medina Angarita arranca en medio de un
océano infectado de submarinos fascistas y un conflicto mundial de grandes
proporciones. El nuevo mandatario andino supone un paso más en la
transformación política venezolana, pero no satisface por completo (2). Más
tolerante y abierto que su antecesor, Medina se enfrenta una vez más al gran
problema de su propia sucesión. Aunque él mismo había protagonizado un hecho
inédito en la historia reciente del país, como lo era el ascenso a la primera
magistratura del país en el marco constitucional y sin necesidad de una
rebelión, no será así su salida de Miraflores.
El medinismo deja como tarea pendiente la posibilidad de
elección directa del presidente de la república, y los avatares que tienen
signos hasta clínicos en aquel año 1945 con la pérdida de la posible carta de
salvación para evitar la hecatombe: Diógenes Escalante.
¿Era inevitable el 18 de octubre con ese escenario? Los más
acérrimos críticos de aquel golpe militar afirman que –contradiciendo a
Betancourt- la frustración fue a la inversa. La “evolución natural” del estado
de cosas, nos llevaría “algún día” a un sistema político con las libertades
exigidas desde febrero de 1936, y que sólo era cuestión de tiempo, pero la
ambición de una camarilla militar, en complicidad con un partido político
desesperado por posesionarse en Miraflores, dieron al traste con una línea sin traumas.
Esa premisa, con su poco velado acento positivista, nos
lleva al terreno de las especulaciones, y peor aún, de la adivinación. ¿Qué
pensaban en diciembre 1908 los que lanzaron vítores a Gómez y pedían la cabeza
de Castro? Aquella “evolución dentro de La Causa” encerró a Venezuela en casi
treinta años de tiranía unipersonal. La posible “evolución” protagonizada por
el medinismo tampoco era garantía para futuros y sensibles cambios en el país.
El Cesarismo Democrático pasaba ya demasiado como excusa para
mantener el establishment. Si es por no tocar privilegios y un status quo
determinado, el pueblo jamás estará preparado para darse por sí solo el sistema
de gobierno y, más puntual aún, los gobernantes que más le convienen. Quienes
desde el poder tengan que hacer frente a la necesidad de abrir los aliviaderos
de los reclamos colectivos represados, siempre encontrarán en la ignorancia y
el analfabetismo político (que ellos mismos han propiciado) el as bajo la manga
del continuismo y la reacción.
El 18 de octubre de 1945 es, en principio, un golpe de
estado. No vale edulcorar la historia. Lo que puede catalogarse o no de
“revolución” o “transformación profunda” es lo que vino después, lo que se
conoce como “El Trienio Adeco” (1945-1948). Decimos que es un golpe de estado,
porque con todas sus imperfecciones el gobierno de Isaías Medina Angarita
estaba revestido del manto de la legalidad constitucional como ya hicimos
referencia líneas atrás. Un golpe que se rebela contra un hecho objetivo que
aún no ha ocurrido: la elección en el Congreso de la República del general
Eleazar López Contreras para el período 1946-1951 y, por lo tanto, un mayor
retroceso hacia la consolidación democrática del país.
Anteriormente dijimos “un golpe militar”. Sí, porque es la
oficialidad de Academia (muchos alumnos incluso del presidente depuesto) los
que lideran la asonada de octubre de 1945. No fue algún trasnochado caudillo
sobreviviente del gomecismo, no fueron civiles que dejaron sus labores
cotidianas para tomar un arma y deponer a un gobierno, sino que toca el turno a
nuevos actores: el militar de carrera. Es el hombre que desde su adolescencia
se ha dedicado única y exclusivamente a la formación castrense como modo de
vida, tanto en la paz como en la guerra. El cuartel es su hogar y la profesión
uniformada su razón de ser. Tamaña grieta con la Venezuela que hace tan solo
diez años fue enterrada en los valles de Aragua, un 17 de diciembre.
El 18 de octubre de 1945 nace en la vida nacional: el
militarismo, y queda atrás el caudillismo. Las Fuerzas Armadas como un nuevo
partido, como cuerpo deliberante y de participación directa en los asuntos
patrios; como gran árbitro de las coyunturas. Pero, de manera paradójica, es un
parto de siameses. El propio 18 de octubre, montados en ese portaaviones,
ocurre otro hecho inédito: civiles que ocupan la presidencia y las más altas
funciones del gobierno. El otro siamés en este apresurado parto: el civilismo.
¿Relación simbiótica? Sin duda que ninguno de los dos podía
subsistir en un primer momento en esa aventura octubrista sin el otro. Un
puñado de oficiales desconocidos que rompen con el paradigma del caudillo en
armas, el hombre carismático y popular, deben subsanar esa “carencia de pueblo”
de la forma más práctica: con el partido político de mayor arraigo y extensión
territorial, como lo era Acción Democrática.
La tolda blanca, la gente que acompaña a Betancourt, Leoni y
Prieto Figueroa, de esperar la “presunta” evolución defendida por los
medinistas, hubiesen sido muchos los lustros antes de llevar a la praxis su
plataforma programática. Con un sistema (a la usanza del viejo PRI mexicano)
donde el Jefe de Estado se da el lujo de escoger a su sucesor, con la seguridad
de tener un parlamento obediente para la elección de tercer grado, era muy poco
el margen para la acción política. Ambos actores: AD y militares, tenían un
“techo bajo” con el viejo sistema que buscan derrocar.
Sin embargo, los adeístas (“adecos” para la propaganda
reaccionaria de la derecha) han hecho un “pacto con el diablo”. En maquiavélico
cálculo, los civiles se han aliado con sus verdugos. El ensayo revolucionario
de octubre viene al mundo con un pecado original. Quienes desde 1928 andan por
Venezuela y el mundo haciendo una propuesta distinta, prometiendo nuevas caras,
pero además nuevas ideas (o mejor dicho, proponiendo ideas) y otros
procedimientos, sucumben a la tentación armada.
No conformes con ello, caen en un sectarismo que raya en la
persecución y la discriminación política. Aliados en la primera hora hacen
tienda aparte en poco tiempo, indignados con la venganza política disfrazada de
juicios de peculado, y por la violencia como norma para dirimir las diferencias
doctrinarias. El jefe de la democracia cristiana denunciará el caldeado
ambiente legislativo: “…tuvimos que debatir intensamente con una mayoría que se
consideraba dueña del país”. (3)
El día 18 de octubre de 1945 fue un golpe militar, y lo que
ocurrió luego, hasta el 24 de noviembre de 1948, no puede llamarse “revolución”
en el apego estricto al idioma, pero sí un proceso de importantes cambios.
Entre ellos, el más significativo y que sí honró la palabra de quienes lo
defendían desde los tiempos del lopecismo, fue la institución del voto
universal, directo y secreto, sin ningún tipo de distingo por raza, sexo,
condición social o intelectual. Un logro que el decenio militarista no se
atrevió a derogar, y prefirió el fraude como estrategia para el disimulo.
Este quizás sea el verdadero o el más revolucionario de
todos los actos del Trienio Adeco. Tanto que en ensayos políticos que vive
Venezuela, con todo y la idea de instaurar una autocracia, el voto universal no
queda a un lado, y tal vez pueda ser uno de los pocos derechos ciudadanos que
aún sea efectivo, de triunfar en algún momento un proyecto de concentración
total de todos los poderes del Estado, ya no de facto, sino por la vía legal.
Pero la mortal alianza con una camarilla uniformada, que
tenía su propia agenda y sus propias ambiciones, echa por tierra el primer
intento por darle al país una democracia con mayúsculas, y no a medias, como la
de la década López-Medina.
Juan
Ernesto Páez-Pumar O.
NOTAS:
(1) Uno de los autores que comparte tal apreciación es
Manuel Caballero, en su obra: Gómez, el tirano liberal (Anatomía del poder).
Caracas, Alfadil, 2003.
(2) Rómulo Bentancourt. Venezuela política y petróleo.
Barcelona, Seix Barral, 1979. El fundador de AD cataloga al gobierno de Medina
como “la autocracia con atuendo liberal”, y más aún: “El Quinquenio de las
frustraciones”, p. 161.
(3) Rafael Caldera. De Carabobo a Punto Fijo. Caracas,
Libros Marcados, 2008, p. 100.
Fuente: http://jeppo70.blogspot.com/
Publicado por Juan Ernesto Páez-Pumar O.
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