El trabajo es tal vez uno de los males necesarios que todos tenemos que experimentar. Ese lugar, donde se nos va nuestra juventud, nuestra plenitud, la vida de nuestra familia, nuestros amigos y las relaciones que solíamos tener antes de comenzarlo, nos brinda nuestro único sustento, la manera en que de una u otra forma, logramos subsistir en un mundo en el que todo tiene un valor determinado, y la felicidad que creemos tener, cuesta más que cualquier otra cosa.
Como asegura el economista Adam Smith, cada uno de nosotros, perteneciente a un estrato económico distinto, sirve a la cadena de producción para hacer que todo funcione adecuadamente. El trabajo, según Smith, es necesario. Pero él mismo aclara, se convierte en una privación de las pasiones y nuestras facultades. El individuo trabajador no tiene tiempo para desarrollar su inteligencia, no expande su imaginación, pierde el hábito de desplegar y ejercer sus facultades y se convierte en un estúpido e ignorante incapaz de apreciar conversaciones y sentir pasiones nobles, generosas o tiernas para formar un juicio justo sobre sus deberes.
Vivimos esclavizados a una silla, una computadora y a nuestras herramientas de trabajo, porque la vida de oficina se convierte en la pesadilla de todos los empleados que, uniformados, de lunes a viernes a las 8 de la mañana, atestan el transporte para llegar a sus destinos. No pueden ser felices porque siguen ahí. Quieren renunciar a cada instante, que el tedio de la jornada laboral desaparezca, ser millonarios y dejar de trabajar para siempre. Esperan las vacaciones, salir de la oficina, el fin de semana y, agradecen sobre todas las cosas que sea viernes y su pago llegue.
Pero el trabajo no debería, nunca, ser así. El ideal sería recibir un pago por el empleo que anhelamos de pequeños. Viajar al espacio exterior, hacer experimentos con químicos y fórmulas, curar animales o personas, escribir historias que anhelamos sean verídicas, pintar, dibujar. Aquellas cosas que un día, cuando aún no éramos adultos, nos llenaban.
Cuando el director de una editorial le propuso a Charles Bukowski dejar su empleo y simplemente escribir para él por una paga de 100 dólares mensuales, el escritor aceptó sin pensarlo dos veces. Estaba harto de vivir para trabajar. Cuando era más joven había publicado poemas e historias en algunos diarios y revistas, no era un autor respetado y el dinero que le darían no era demasiado, pero Bukowski dijo “tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre”.
Después de 15 años de trabajar como cartero para el servicio postal de Estados Unidos. John Martin, de la agencia Black Sparrow Press, había descubierto a un escritor como ningún otro. Con 49 años, Bukowski se convirtió en el talento de la agencia y en 1971 entregó su novela “Post Office”; desde ese instante, él y esta editorial permanecieron juntos hasta el final de su vida.
Te mostramos las razones de Bukowski para dejar de trabajar. Una carta en la que demuestra su repudio a seguir esclavizado de 9 a 5 para poder ganar unos pesos y subsistir , perdiendo su humanidad y forjando una mente temerosa y obediente:
La vida pasa y tú sigues en el trabajo
“Gracias por la carta. A veces no duele tanto recordar de dónde venimos. Y tú conoces los lugares de donde yo vengo. Incluso las personas que intentan escribir o hacer películas al respecto, no lo entienden bien. Lo llaman “De 9 a 5”. Sólo que nunca es de 9 a 5. En esos lugares no hay hora de comida y, de hecho, si quieres conservar tu trabajo, no sales a comer. Y está el tiempo extra, pero el tiempo extra nunca se registra correctamente en los libros, y si te quejas de eso hay otro zoquete dispuesto a tomar tu lugar”.
Esclavitud moderna
“Ya conoces mi viejo dicho: ‘La esclavitud nunca fue abolida, sólo se amplió para incluir todos los colores’.
A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y regresen a trabajar. Yo podía verlo. ¿Por qué ellos no? Me di cuenta de que la banca del parque era igual de buena, que ser cantinero era igual de bueno. ¿Por qué no estar primero aquí antes de que me pusiera allá? ¿Por qué esperar?”
Personas cada vez más vacías
“Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren pero temen una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían. Son cuerpos con mentes temerosas y obedientes. El color abandona sus ojos. La voz se afea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo.
Cuando era joven no podía creer que la gente diera su vida a cambio de esas condiciones. Ahora que soy viejo sigo sin creerlo. ¿Por qué lo hacen? ¿Por sexo? ¿Por una televisión? ¿Por un automóvil a pagos fijos? ¿Por los niños? ¿Niños que harán justo las mismas cosas?
Desde siempre, cuando era bastante joven e iba de trabajo en trabajo, era suficientemente ingenuo para a veces decirle a mis compañeros: ‘¡Eh! El jefe podría venir en cualquier momento y echarnos, así como así, ¿no se dan cuenta?’.
Ellos lo único que hacían era mirarme. Les estaba ofreciendo algo que ellos no querían hacer entrar a su mente”.
El trabajo se convierte en su vida
“Ahora, en la industria, hay muchísimos despidos (acererías muertas, cambios técnicos y otras circunstancias en el lugar de trabajo). Los despidos son por cientos de miles y sus rostros son de sorpresa:
‘Estuve aquí 35 años…’.
‘No es justo…’.
El descaro de los empleadores
“Escribí con asco en contra de todo ello. Fue un alivio sacar de mi sistema toda esa mierda. Y ahora estoy aquí: un ‘escritor profesional’. Pasados los primeros 50 años, he descubierto que hay otros ascos más allá del sistema.
Recuerdo que una vez, trabajando como empacador en una compañía de artículos de iluminación, uno de mis compañeros dijo de pronto: ‘¡Nunca seré libre!’.
Uno de los jefes caminaba por ahí (su nombre era Morrie) y soltó una carcajada deliciosa, disfrutando el hecho de que ese sujeto estuviera atrapado de por vida”.
La felicidad anhelada
“Así que la suerte de, finalmente, haber salido de esos lugares, sin importar cuánto tiempo tomó, me ha dado una especie de felicidad, la felicidad alegre del milagro. Escribo ahora con una mente vieja y con un cuerpo viejo, mucho tiempo después del que la mayoría creería en continuar con esto, pero dado que empecé tan tarde, me debo a mí mismo ser persistente, y cuando las palabras comiencen a fallar y tenga que recibir ayuda para subir las escaleras y no pueda distinguir un azulejo de una grapa, todavía sentiré que algo dentro de mí recordará (sin importar qué tan lejos me haya ido) cómo llegué en medio del asesinato y la confusión y la pena hacia, al menos, una muerte generosa.
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