Éste es un período ciertamente difícil. Como muchos otros
que hemos vivido cíclicamente. Los problemas del mundo son hoy abundantes:
crisis de valores, dominio creciente del crimen, soledad de las personas,
aumento de los desastres (naturales o de origen humano), inercia hacia los
fundamentalismos, distancia en aumento entre ricos y pobres, seducción
irremisible de lo lujoso, el culto a lo trivial como rendición de las masas, la
ciencia que deviene incomprensible a casi todos, la tecnología que facilita el
atontamiento individual y colectivo (las máquinas hacen las cosas sin que
sepamos cómo lo hacen), y un largo etcétera que sigue y sigue.
No es extraño, por tanto, que la gente responda de formas
algo radicales, incluso desesperadas. En sociedades sin derecho al error, como
en Japón, los fracasados se suicidan. En otras, aparentemente más suaves,
millones de personas viven solas (la soledad deviene atractiva) y se anclan
diariamente en la navegación por redes sociales de todo tipo, a la búsqueda de
alguien inquietante con quién conectarse. En zonas más marginales (si es que
tal concepto tiene hoy una interpretación clara), la violencia es la
escapatoria. En otras más ricas, la solución es el consumo, los casinos, la
felicidad instantánea del sexo fácil o del turismo cada vez más extremo, o,
incluso, la meditación mercantilizada. Y, lo más interesante de todo ello, es
que ya no hay una forma moral de determinar si las decisiones de esas personas
son buenas o malas. La diversidad de la moralidad humana es hoy una de las
grandes sorpresas que no van a evaporarse a corto plazo.
Hasta qué punto la búsqueda de la felicidad real no se
convierte en una economía de las emociones, y en su correspondiente tráfico.
Éste ya no es el declive de Occidente, sino quizás del mundo
entero. La globalización sacude el sentido del mundo. El éxito se mide por
igual en todas las latitudes, a través de ese ecualizador universal que es el
dinero. Y las longitudes se funden en una economía que no para ni un segundo.
Y, sin embargo, tiene más sentido que nunca resistir,
construir, ser tenaz, tener ilusión, hacer de la felicidad, tuya y de todos los
demás, un objetivo conseguible. Si los problemas del mundo son tantos, más
podemos ser los que pensemos en cómo resolverlos. Si las ciudades se hacen
insufribles, más sentido tiene idear ciudades vivibles. Si el trópico y su
clima incierto se extienden por el mundo, hay que aprender a disfrutar de ello.
Si Occidente y Oriente no se entienden, tenemos que soñar con el día en que
alguien emerja para cambiar las conversaciones entre sus culturas. Si el
crédito y sus hipotecas controlan nuestras vidas (vender tu futuro por un hoy
falso), tenemos aún la opción de ilusionarnos por construir poco a poco desde
nuestro esfuerzo diario (acabar con las hipotecas a través de una vida más
sencilla, en un hoy con más sentido).
No tengo ninguna duda de que el camino del futuro tiene dos
ramales. Uno nos lleva a la miseria del mercantilismo extremo (la nueva Edad
Oscura): todo es dinero, todo es vendible. El otro nos lleva a más y más
personas que exigen la felicidad como derecho. Ya sea en forma de una vida más
sencilla, simple, o en una más compleja pero con más sentido. El problema
radica en cuánto se podrá aislar este segundo camino (la búsqueda de la
felicidad real) del primero (todo es presentable como un algo deseable), o sea,
en hasta qué punto la búsqueda de la felicidad real no se convierte en una
economía de las emociones, y en su correspondiente tráfico. Porque convertir la
búsqueda de sentido de la vida en un simple parque temático es un nuevo
horizonte de próspero mercado que algunos no van a dejar escapar así como así.
Es preciso redescubrir la inocencia, como eficaz antídoto
del cinismo que envenena a los adultos que ya han abdicado de la ilusión.
Por ejemplo, me sorprende cada día más lo poco que estamos
preparados emocionalmente para responder a los retos de la vida. Uno puede ser
experto en aeronáutica, y haber dedicado largos años de formación a la
matemática más sofisticada, y, al mismo tiempo, ser un profundo ignorante en el
trato con los demás, y, peor aún, un ignorante dañino en el cuidado sentimental
de aquéllos a los que justamente más quieres. Puede que tengas motivaciones profesionales
muy extremas que mueven tu motor, pero algún día ese motor sacude
inesperadamente tu vida y te deja desnudo de sentimientos y estancado en lo que
alguien ha denominado el fracaso del ganador.
Y es en este momento, en esta situación de dilema entre la
reducción a la mera supervivencia y la fuerza que da la búsqueda de sentido a
la vida, que comparte una proporción crecientemente mayor de la humanidad,
cuando es preciso redescubrir la inocencia, como eficaz antídoto del cinismo
que envenena a los adultos que ya han abdicado de la ilusión. Es el momento de
dedicarse cada día a hacer mejor, y a vivir más intensamente, lo que haces, tu
profesión, sea ésta cual sea. A ser artesano de tu oficio. Y pasar de focalizar
tu vida en algo pequeño pero preciso, desde la especialización dominante, en
una forma tan obsesiva como un certero rayo láser, que quema un sólo punto
ínfimo y obvia lo demás, a mirarlo todo buscando una conexión de sentidos, más
como una bombilla que irradia el entorno con luz borrosa pero iluminándolo
regularmente con la misma intensidad. Una actitud holística sin la que va a ser
imposible sobrevivir en un entorno económico de personas que buscan valor más y
más sofisticado en la satisfacción de sus necesidades.
Hibridación, combinación, nuevos negocios y nuevas
oportunidades en una sociedad de la felicidad, de la inspiración, de la
sorpresa, del equilibrio, sostenible, de experiencias positivas, de tiempo
disfrutado, son todos conceptos loables, quizás ilusorios, pero cuya búsqueda por
más y más personas creo que será inevitable. Y si es así, estaremos no en el
fin de un ciclo de crisis, sino en el principio de un ciclo de renovación. La
historia de la humanidad ha tenido pocos momentos como éste, en el que la
decisión en el cruce haya sido tan importante.
¿Escogeremos un futuro de tecnología que nos reduzca a meros
usuarios tontos de opciones previamente pensadas por alguien (o por algo) en un
entorno de consumo acelerado (más por menos, en una sociedad del exceso y de la
abundancia, disfrazada de paraíso de la elección), o un futuro de tecnología
que multiplique nuestras capacidades intelectuales, para resolver los problemas
del mundo (empezando por nuestras sociedades más próximas), y para ayudarnos a
encontrar el sentido de nuestras vidas?
¿Si te preguntas qué tiene que ver este mensaje con la
innovación, no es acaso abandonar el camino hacia la ecualización simplificante
de los humanos, y apostar en su lugar por uno marcado por el estímulo de la
diversidad de los mismos, la mayor innovación imaginable en esta miserable y al
mismo tiempo prometedora era?
Alfons Cornella
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